La familia recién llegada de Chiapas, alojada en Avenida Reforma 74, habitaba un pequeño departamento en el tercer piso
En mis momentos de conciencia, efímera y confusa, un anciano alado me observaba, “es un ángel que viene por mí” pensé con cierto consuelo
La cotidianidad puede convertirse en una sombra constante, en un vacío de emociones donde poco o nada sorprendente puede llamar nuestra atención
La salud suele ser un estado de dudoso equilibrio de nuestro cuerpo. La balanza se puede inclinar en el momento menos oportuno que conduce a lo inevitable: la enfermedad. En ocasiones nos hace recordar que tenemos tiroides, páncreas, glándulas suprarrenales, o que la rodilla puede ser, en realidad, nuestro talón de Aquiles.
La primera estatua que se construyó sobre la Avenida Reforma fue la del gran pensador y liberal Ignacio Ramírez, el Nigromante.
No recuerdo haber celebrado un Día del Padre a mi padre. Cosas de las moda y costumbres. En aquellos tiempos la madre se llevaba los reconocimientos, muy merecido, además.
Pero mi padre no pasó desapercibido. Era un buen padre. Crió a seis hijos, les dio un techo, los alimentó y los educó con un gran esfuerzo. De la marimba y su gran talento musical salieron los pesos suficientes para mantenernos. Aunque debo decir que detrás estuvo siempre mi madre como una estratega de la vida que lo impulsó a emigrar a la gran ciudad y a enfrentar lo áspero del mundo real.
Y fue la gran capital la que le abrió las puertas a todo su talento. Fue un gran arreglista y compositor. Realizaba lo que a mí se me hacía algo extraordinario: no necesitaba ningún instrumento para corroborar los sonidos: los tenía en su mente.
Era un bohemio. Recuerdo muchas tardes en el que escuchaba su música preferida: las grandes bandas, Glen Miller, Benny Guttman, Pablo Beltrán Ruiz. También viene a mi mente su saxofón barítono y claro, la marimba, a la que acariciaba y la hacía vibrar y cantar.
Cuando la vida se le fue extinguiendo, ahí, en el Hospital 20 de Noviembre, me di cuenta de que nunca me había hablado de la muerte, sólo de la existencia, no del ocaso. Es que amaba la vida, tenía sueños e imaginaba un futuro que nunca llegó. Se aferró con una ferocidad callada, lo veía en su mirada, en su voz que prefirió el silencio.
Era el año de 1986, iba a cumplir 59 años, lo pensaba joven y lleno de esperanzas. Cuando intenté hablar del trabajo y el dinero, me acarició con sus manos como diciendo “no te preocupes, no va a pasar nada, voy a salir adelante”.
Su recámara era su estudio, su despacho y el espacio que daba cabida a la imaginación para hacer sus arreglos musicales. Sentado en su escritorio media los tiempos de las corcheas, agregaba los silencios y parecía alejado del mundo. Era un momento que era interrumpible. Entrar en su espacio era correr el riesgo de un fuerte regaño. Mejor no, no lo intentábamos más que en situaciones verdaderamente urgentes.
El día que enfermó, ahí, en su escritorio dejó sus guiones musicales, sus pentagramas, su desorden y su vida entera. Y sin pensarlo quizás, nos dejó una gran herencia, una gran riqueza de recuerdos, sus canciones y sus papeles pautados, hoy pergaminos que se han tornado con un amarillo, el color de la acumulación del tiempo.
Hoy lo recuerdo lleno de vida, con ilusiones, con su sonrisa franca y espontánea; con su ánimo de ir a una tocada los fines de semana para completar los ingresos; y con su incesante paciencia para escribir en el papel pautado aun en el caos y el rumor familiar.
No me gusta la moda ni las conveniencias sociales, pero cómo me hubiera gustado haberle celebrado un Día del Padre.
No recuerdo haber celebrado un Día del Padre a mi padre. Cosas de las moda y costumbres. En aquellos tiempos la madre se llevaba los reconocimientos, muy merecido, además.
Pero mi padre no pasó desapercibido. Era un buen padre. Crió a seis hijos, les dio un techo, los alimentó y los educó con un gran esfuerzo. De la marimba y su gran talento musical salieron los pesos suficientes para mantenernos. Aunque debo decir que detrás estuvo siempre mi madre como una estratega de la vida que lo impulsó a emigrar a la gran ciudad y a enfrentar lo áspero del mundo real.
Y fue la gran capital la que le abrió las puertas a todo su talento. Fue un gran arreglista y compositor. Realizaba lo que a mí se me hacía algo extraordinario: no necesitaba ningún instrumento para corroborar los sonidos: los tenía en su mente.
Era un bohemio. Recuerdo muchas tardes en el que escuchaba su música preferida: las grandes bandas, Glen Miller, Benny Guttman, Pablo Beltrán Ruiz. También viene a mi mente su saxofón barítono y claro, la marimba, a la que acariciaba y la hacía vibrar y cantar.
Cuando la vida se le fue extinguiendo, ahí, en el Hospital 20 de Noviembre, me di cuenta de que nunca me había hablado de la muerte, sólo de la existencia, no del ocaso. Es que amaba la vida, tenía sueños e imaginaba un futuro que nunca llegó. Se aferró con una ferocidad callada, lo veía en su mirada, en su voz que prefirió el silencio.
Era el año de 1986, iba a cumplir 59 años, lo pensaba joven y lleno de esperanzas. Cuando intenté hablar del trabajo y el dinero, me acarició con sus manos como diciendo “no te preocupes, no va a pasar nada, voy a salir adelante”.
Su recámara era su estudio, su despacho y el espacio que daba cabida a la imaginación para hacer sus arreglos musicales. Sentado en su escritorio media los tiempos de las corcheas, agregaba los silencios y parecía alejado del mundo. Era un momento que era interrumpible. Entrar en su espacio era correr el riesgo de un fuerte regaño. Mejor no, no lo intentábamos más que en situaciones verdaderamente urgentes.
El día que enfermó, ahí, en su escritorio dejó sus guiones musicales, sus pentagramas, su desorden y su vida entera. Y sin pensarlo quizás, nos dejó una gran herencia, una gran riqueza de recuerdos, sus canciones y sus papeles pautados, hoy pergaminos que se han tornado con un amarillo, el color de la acumulación del tiempo.
Hoy lo recuerdo lleno de vida, con ilusiones, con su sonrisa franca y espontánea; con su ánimo de ir a una tocada los fines de semana para completar los ingresos; y con su incesante paciencia para escribir en el papel pautado aun en el caos y el rumor familiar.
No me gusta la moda ni las conveniencias sociales, pero cómo me hubiera gustado haberle celebrado un Día del Padre.
Aunque ahora solo es un mueble, un artículo decorativo, cada vez que la veo me remonta a los años en que las reuniones cotidianas se dejaban arrullar por los discos de acetato.