• 20 de Abril del 2024

Benito Juárez y los perros

 

La familia recién llegada de Chiapas, alojada en Avenida Reforma 74, habitaba un pequeño departamento en el tercer piso

 

 

Luis Martín Quiñones

Al benemérito lo conocí de una manera un tanto extraña. Benito Juárez y su figura de piedra oscura con sus gestos inmóviles, inexpresivos, tomaron vida en mi niñez. Fue el primer personaje de la historia nacional del que escuché hablar por primera vez y fue de la voz de mi madre.

La familia recién llegada de Chiapas, alojada en Avenida Reforma 74, habitaba un pequeño departamento en el tercer piso. Mi memoria me dice -con algún pequeño error de cálculo tal vez-, que tendría yo unos 5 años. Por algún motivo desconocido no iba al Kínder, entonces las mañanas eran un espacio para buscar entretenimiento a costa de lo que fuera.

Los espacios eran pequeños, no obstante suficientes para que se acomodaran los siete integrantes de la familia. Uno de mis lugares favoritos era el baño y la ventana que dejaba ver algo muy entretenido: una torre que por las noches se iluminaba y que todo el día nos decía la hora y sus minutos. La Torre Latinoamericana, la Latino, como le decíamos, nos decía el tiempo de aquellos años, que se nos hacía largo, como un pasmo de la eternidad.

Quizás, por ese paisaje urbano lo primero que aprendí fueron los números. “¡Ve a ver la hora, Martín!”, me decía mi madre para mantenerme ocupado. Y así pasaban los días entre juegos y atisbando el tiempo.

Un día llegó mi abuelo Francisco Quiñones, abuelito Pancho le decíamos, que acompañado de su inseparable guitarra y de su plática llena de filosofía de la vida, las horas pasaban de largo.

Mientras mi abuelo platicaba con mi mamá, como era mi costumbre, me fui a ver la hora, pero además de los números de la torre, me llamaban la atención los perros del vecino que, al asomarme por la ventana, los veía y ellos a mí. Quería llamar su atención pero no eran suficientes mis gritos ni mis pst pst que los hacía mover sus orejas. El Pastor Alemán me gustaba por su pelaje abundante y oscuro. El otro se perdió en la memoria, solo recuerdo su gran tamaño.

Necesitaba algo más para llamar su atención. Lo más cercano era el papel higiénico que reposaba en el bote de basura, por lo que fui tirando los papeles que los dos perros veían caer con un suave vaivén y que a veces caían en sus cabezas.

Un grito de mi madre me sobresaltó: “¡qué haces Martín!”. Benito Juárez estaba en la puerta de la casa. El vecino, dueño de los perros, se había ganado ese apelativo gracias al gran parecido con el benemérito. El reclamo era justo: le había ensuciado su patio. Me asomé y lo vi, e imaginé su levita negra y su corbata. Sí, era él, con su tez morena pero con un rictus de enfado. De súbito, su expresión tomó vida y pidió una disculpa. Mi madre argumentó airada y contundente:  yo controlaré a mi hijo pero usted levantará las mierdas de sus perros para que no tenga que soportar su olor.

El benemérito reiteró su disculpa y sentí cierta pena por él.

Después del suceso mi abuelo celebró el carácter y entereza de mi madre. Ni una palabra escuché que pareciera un regaño. Pero desde aquel día y hasta el último de aquel rincón de mi infancia no volví a molestar a los perros, sólo me asomaba, de vez en cuando,  a ver el inevitable paso del tiempo.