• 25 de Abril del 2024

A 33 revoluciones por minuto

Aunque ahora solo es un mueble, un artículo decorativo, cada vez que la veo me remonta a los años en que las reuniones cotidianas se dejaban arrullar por los discos de acetato.

 

Era la consola una fuente de música con la que mi padre acompañaba a los desayunos habituales, es decir, los de casi todos los días. El desayuno era un conglomerado de voces, música y sabores. Mi padre gozaba, y nosotros aprendimos también a hacerlo. En realidad, la comida acompañaba a la música, muchas ocasiones la plática comenzaba con algo como “qué bonita canción, qué arreglo tan hermoso, qué bonita letra”.

Ahora su presencia es muda, pero llena de ecos, de esa resonancia del tiempo que nos remite a aquellos momentos de indudable regocijo. Unas veces era un disco de marimba, otras, escuchar a Ray Connif y sus coros que hicieron época; pero quizás el momento sublime era comenzar con Frank Pourcel e imaginar el vuelo del Concorde. Eran los años 70’s, y la velocidad del mundo era como un disco de 33 revoluciones por minuto.

Hoy el mundo vertiginoso nos permite escuchar al momento, sin dilaciones, la canción y el género del más exigente gusto. Como el dedo mágico de la serie de aquellos años, Mi marciano favorito, las cosas se mueven a distancia, basta un click y listo, no es necesario moverse de su lugar para levantar la pastilla, escuchar un breve chasquido de la aguja sobre el acetato, y voltear el disco para escuchar el lado B.

Fui merecedor de un obsequio inesperado. En mi cumpleaños próximo pasado mis hijas me obsequiaron un tocadiscos. Una pequeña caja al estilo de Desayuno en Tiffany, color azul pastel. Se abrió la caja y en el fondo de la escena yacía la consola. Encendimos el aparato, buscamos entre los escombros de un closet, encontramos un disco de Schubert y escogí escuchar su Serenata. Antes de escuchar el piano con que inicia la pieza el chasquido de la aguja removió el asiento del pozo de los recuerdos.

Pensé que además de escuchar la música en aquellos aparatos antiguos, la música se palpaba, se tomaba entre las manos, se apreciaba el brillo de ese color negro que reflejaba nuestra imagen. De alguna manera también se desgastaba cada vez que se tocaba una y muchas veces más. Hasta que un día la melodía daba un pequeño salto: el disco se había rayado.

La consola y su tocadiscos exigían, pues, las manos del obrero, de tomarse la molestia de levantarse de la mesa, escoger el nuevo disco, limpiarlo con la escobilla, seleccionar las melodías. El escuchar música al gusto necesitaba cierto esfuerzo. Hoy, la tecnología permite la incontenible continuidad, un sinfín de melodías que suenan y suenan para la insaciable melomanía sin mover un dedo.

Vuelvo a los recuerdos de la vieja consola, de su madera brillante, que con los años, arrumbada, en su silencio, se convirtió en el objeto que la nostalgia necesita para alimentar la melancolía y la esperanza.

Levanto su tapa, regresan los años,  comienza la música,  y el sonido de un avión supersónico surca el cielo.