• 24 de Abril del 2024

Sorprenderse: una segunda mirada al mundo

 

La cotidianidad puede convertirse en una sombra constante, en un vacío de emociones donde poco o nada sorprendente puede llamar nuestra atención

 

 

Luis Martin Quiñones

En 1979 la cinta Alien: el octavo pasajero, había recaudado más de cien mil millones de dólares lo que la colocó en la tercera más taquillera de aquel año. Los que tuvimos la fortuna de ir al cine vimos con asombro como aquel ser incubado en el pecho de un hombre de la tripulación brotaba inesperadamente del corazón y nos impresionaba   con sus dientes de monstruo provocándonos más que un buen brinco del asiento. Quedamos apesadumbrados ante ese ser diabólico que resultaba, por demás, escalofriante. Hoy, a más de treinta años, aunque sigue siendo uno de los filmes más recordados, a las generaciones actuales, tal vez la adrenalina producida en el momento sublime no sea suficiente para generar el vértigo del suspenso.

Hoy en día el asombro, el sorprenderse, exige un acto y un hecho que traspase las fronteras para de inmediato esperar otro que ascienda un escalón cada vez más alto en la escala de lo inaudito.

Platón afirma que el asombro es la principal fuente del conocimiento, el despertar del deseo, de la ambición de conocer lo que le da sentido a la curiosidad humana y que puede ampliar los horizontes de la sabiduría. También observa que el asombro motiva al movimiento del alma, al estremecimiento y que por ese camino se puede llegar a la verdad. De alguna manera el asombro es la fuente de la filosofía, aquello que genera duda, incertidumbre: ¿de dónde vino el octavo pasajero y cómo se incubó en el corazón de un hombre hasta su alumbramiento?

La cotidianidad puede convertirse en una sombra constante, en un vacío de emociones donde poco o nada sorprendente puede llamar nuestra atención. Acostumbrados a la violencia, a la masacre de la guerra, a la misma naturaleza que puede arrasar pueblos enteros, tsunamis que se llevan flotando la vida completa de una ciudad, el asombro termina en cuanto la imagen desaparece para buscar la siguiente aún más sangrienta, violenta y dulcemente amarga. Hemos perdido la capacidad para ver lo sorprendente que puede ser que una persona supere un cáncer, que un anciano viva un año más, y como dice Octavio Paz en su poema Piedra de Sol, nos hemos olvidado del asombro de estar vivos.

Hoy al asombro tiene una reducida fecha de caducidad. Lo novedoso de hoy, mañana no tiene sentido. La noticia de hoy no perdura y esperamos con ansiedad, quizás, escuchar al primer perro que hable y ya no nos sorprenda tan sólo con su mirada, con su fidelidad, con su extraño sexto sentido que adivina nuestros pensamientos.

García Márquez nos dice en Cien años de Soledad que el coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. ¿Había algo más importante que pensar en la muerte frente al pelotón de fusilamiento? El coronel evocó aquel sublime momento, ese misterio, inexplicable y asombroso: una máquina para hacer el hielo. Más adelante el sorprendido padre de Aureliano, José Arcadio Buendía le paga al gitano para meter la mano que “la mantuvo puesta por varios minutos mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo al contacto del misterio”.

La sobreestimulación, el mundo frenético con su ritmo galopante que no se detiene ante nada, el bombardeo incesante de imágenes, la hipercomunicación, el desenfreno y el culto al yo, nos ha hecho apagar la chispa que evita otear con tranquilidad el horizonte y el páramo que oculta el misterio, alguna sorpresa escondida bajo una piedra.

Tal vez valdría la pena volver a contemplar lo absurdo, imaginar como lo extraño puede incubarse en el pecho de un hombre, recordar aquel momento en que el misterio nos dejó sin palabras, olvidarnos de nosotros mismos y pensar que el asombro puede encontrarse en una segunda mirada al mundo.