Me encantaría haber nacido en una familia numerosa donde todos se pelearan por los terrenos del abuelo y las tías se repartieran los platillos de la cena de Navidad.
Yo ni quería ir, pero tampoco es que me estuviera muriendo por quedarme en la casa. No sé de dónde salía tanto frío o más bien por dónde entraba. Total que le dije, vamos, pero un ratito nada más. Y es que me acordé de que el refri estaba vacío y ya era tarde para ir al súper. Algo había que cenar, ¿no?
La primera vez que Rodrigo experimentó el miedo fue ante el recuerdo de su boda: Iliana de pie en la entrada de la iglesia con un vestido corto de muaré, semejante a una laja de mármol. El doble entramado de la tela distorsionaba el efecto de las líneas provocando una ilusión óptica. Mientras ella avanzaba despacio sobre los acordes de un Canon, la falda ondeaba en el mar casi geométrico de los patrones superpuestos. Él había guardado en silencio la emoción acuosa de aquel día por mero instinto de conservación. Esa idea sin racionalizar tenía olor a cera derramada y a vino púrpura del Duero.
La noche eterna del otoño desfiguraba la angustia. Estaba lejos, viviendo una doble vida que a veces compartía con Iliana y a veces no. Sin sentimientos inservibles. Sin mencionar las cosas que no debían existir, como las ciudades sin muros, las emociones intemporales y el peligro de estar vivo. El miedo era una interferencia visual. El mal inminente de Sócrates, la expectación del mal en Aristóteles. El miedo, en palabras de Rodrigo, era traer a la memoria un recuerdo olvidado mientras pasea sus dedos sobre los pezones de María. La turbación ingénita de sentir. Su boca húmeda y sus ojos abiertos. La música en el silencio. El desamor, la vejez y la muerte. La oscuridad entre sus piernas desnudas. La asociación del eco y el sudor. El olor a sexo.
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Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.
Ayer se mudaron los vecinos de enfrente. Aprovechando estos tres días de asueto, igual que los de las ofertas del Buen Fin, apilaron una veintena de cajas en el corredor que está frente a los elevadores cuando el alba apenas comenzaba a despuntar.
Cuando Sara abrió la puerta un olor nauseabundo le cortó el aliento. En el jarrón había una docena de rosas flotando en agua podrida y varios pétalos regados sobre la mesa.
El día que a Reynalda le dio por escaparse en tren llevaba puestas sus botitas negras de agujeta, la gabardina a cuadros y unas gafas oscuras demasiado grandes. Antes de abandonar la casa de sus padres sacó del ropero la petaca gris utilizada en el único viaje que realizó la familia, un triste traslado de doscientos kilómetros para dar cristiana sepultura a su abuelo por vía materna, y en ella metió unas mudas de ropa, un paquete de galletas saladas y media penca de plátanos todavía verdes.
El otoño se celebraba en casa de mi abuela como un ritual para honrar a los muertos. Era el tiempo de asar castañas y de poner un plato con guayabas en la mesa de la cocina.
Brenda solía ejercitarse a menudo. No era la más atlética, pero cada día podías encontrarla en el gimnasio del condominio a alguna hora.
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