Nada como el olvido para morir de veras. Los antiguos griegos ya lo sabían y de ellos adoptamos la palabra que sirve como inscripción en los sepulcros: epitafio. No tiene sinónimos ni antónimos y, como dato curioso, conserva su construcción primaria en la mayoría de lenguas que se hablan en el mundo actual (no, en chino mandarín, no). Su propósito es el de honrar al difunto, enalteciendo las cualidades que en vida lo caracterizaron, pero con la intención de concientizar sobre lo efímero que resulta el goce mundano. Quién supiera reír como llora Chavela, diría Joaquín.
Existen epitafios tan logrados que se les considera un género literario, como bien señala Palomares Ávila en sus Frases contra el olvido, publicadas por la Gaceta UNAM. Sobre la tumba del chileno iniciador del creacionismo se puede leer la siguiente inscripción: “Aquí yace el poeta Vicente Huidobro, abrid su tumba, debajo de su tumba se ve el mar. Y sí. Según sus deseos, el poeta fue enterrado en la colina que se encuentra detrás de la que fue su última morada, una casa que le heredó su madre en la zona costera de la región de Valparaíso.”
Otro epitafio chileno es el de la gran Gabriela Mistral: “Lo que el alma hace por su cuerpo, es lo que el hombre hace por su pueblo.”
El maestro Pablo Neruda, quien acaba de ser enterrado por cuarta vez (luego de que su cuerpo fuera exhumado para esclarecer los macabros misterios que rodearon su muerte), descansa por fin, o al menos así lo esperamos, en Isla Negra, la más querida de sus propiedades. “Compañeros, enterradme en Isla Negra, frente al mar que conozco”, pidió. Qué extrema es la fijación de los poetas con el mar.
Estudiosos de epitafios se han dado a la tarea de clasificarlos, analizarlos, recopilarlos y editarlos, incluso en los bien conocidos “memes” y en algunas series de varias temporadas. Hay por otro lado quienes, como yo, disfrutamos del turismo de cementerio. Aquellos locos que, por puritito placer, visitamos las tumbas ajenas de todo el mundo con el afán de leer los mensajes de amor que dejan los deudos. En este grupo, aunque con otros antecedentes, se encuentran los que dejan escrito lo que va a llevar puesta su lápida.
Cantinflas, por ejemplo, que eligió aquel “Parece que se ha ido, pero no”, o el famosísimo Jim Morrison: “Cada uno es dueño de los demonios que lleva dentro”. Molière tuvo la curiosidad de escribir para su partida: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace muy bien”.
Es durante los días cercanos a noviembre cuando más próximos nos sentimos al más allá, un lugar de cuya existencia no estoy convencida, aunque comprenda perfectamente su significado. Recordamos que antes o después, tarde o temprano, ahorita o mañana, todos acabaremos tres metros bajo tierra (o por lo menos hechos polvo). Para allá vamos, es lo único seguro, y el morbo que ciñe al acto de morir nos mantiene más fascinados que la propia existencia. ¿Volveremos a encontrar a los que amamos? ¿Hay otra vida después? ¿Cometeré los mismos errores? ¿Me tocará la misma familia desquiciada? ¿Me seguirá gustando tanto el color amarillo? Nadie ha vuelto para contarlo aún.
Epitafios hay de toda índole: poéticos, admonitorios, entrañables, chuscos, al ahí se va y de desquite. Nos llaman a la nostalgia, al reclamo, la disculpa, el agradecimiento y la promesa de un próximo reencuentro. Si morirse es la frontera que divide a lo terrenal de lo inexpugnable, el epitafio es el diálogo desde el umbral. Lord Byron inscribió sobre la tumba de su perro Botswain: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios.” Que no somos nada, dicen por ahí, pero queremos serlo todo y trascender, si no pregunten a don Orson Welles: “No es que yo fuera superior, es que los demás eran inferiores”.
Groucho Marx, el humorista y escritor estadounidense, había pensado para su propia muerte una cortesía: “Disculpe que no me levante, señora”, y para la lápida de su suegra: “Hip, hip, ¡hurra!”.
Además de estos, Carlos Felipe Arias García se dio a la tarea de citar para “El Occidental”, una serie de 62 epitafios célebres de entre los que sobresalen cuatro procedentes de un cementerio en Cuba: “Aquí descansa mi querida esposa, Brujilda Jalamonte. Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando”; “Aquí descansa Pancracio Juvenales. Buen esposo, buen padre, mal electricista casero”; “Gustava Gutiérrez Guzmán QEPD. Recuerdo de todos tus hijos (menos Ricardo, que no dio nada)” y “Tomás Jimoteo Chinchilla. Ahora estás con el Señor. Señor, cuidado con la cartera”.
Hemos de morir, porque de no hacerlo, la vida se nos convertiría en un deambular insufrible. Es mejor que la banalidad no se vuelva batuta y que el goce de existir nos prepare para un plácido adiós (dentro de muchos, muchos años) para decir como el Marqués de Sade: “Si no viví más, es porque no me dio tiempo”.
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Twitter: @mldeles
De la Autora
He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.
He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.
He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.