• 21 de Noviembre del 2024
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El tren

Facebook Wladinho Joffre

El día que a Reynalda le dio por escaparse en tren llevaba puestas sus botitas negras de agujeta, la gabardina a cuadros y unas gafas oscuras demasiado grandes. Antes de abandonar la casa de sus padres sacó del ropero la petaca gris utilizada en el único viaje que realizó la familia, un triste traslado de doscientos kilómetros para dar cristiana sepultura a su abuelo por vía materna, y en ella metió unas mudas de ropa, un paquete de galletas saladas y media penca de plátanos todavía verdes.

 

De la tienda familiar, instalada en una accesoria al frente, robó unas latas de atún, una caja de chicles y dos mil ochocientos pesos en billetes y monedas de distinta denominación. Con eso iba a mantenerse algunos días mientras encontraba un trabajo de lo que fuera.

     Al llegar a la estación se encontró con que el servicio de correos había demorado la salida por un asunto de grave importancia para el gobierno: el envío de una serie de adornos navideños que servirían como decoración a las calles principales de la capital. Quienes no habían sacado boleto con anterioridad formaban una fila interminable ante la única ventanilla, atendida por un joven de escaso bigote güero y grandes orejas de duende. El hombre tenía los labios cuarteados por el frio y en su ceño se dibujaban arrugas como zanjas en señal de una vejez prematura. Reynalda se detuvo para cotejar en la pantalla de avisos la información de su billete. La salida estaba marcada a las seis, apenas cuarenta minutos más tarde. Nunca antes había viajado sola. Prácticamente, nunca antes había viajado y no sabía cómo distribuir esos minutos de espera.

     Deambuló por los helados corredores en busca de algo caliente para beber. En su camino tropezó con el repartidor de diarios, un mocoso con la playera sucia, que corría acarreando sendas pacas de papel periódico y deslizaba los ejemplares bajo las rendijas de los comercios sin detener la marcha. Reynalda entró en una cafetería y ordenó una taza de chocolate al hombre con boina y chaleco de felpa que sacaba lustre a los cristales de un aparador. El repartidor pasó al lado de ella como una ráfaga. Dispénseme, señorita por empujarla, es que traigo prisa ─dijo amablemente, poniéndole un periódico entre las manos. La salida del tren acababa de demorarse una hora más, leyó Reynalda en las letras verdes que tintineaban en la pantalla.

     Paseó la mirada por los titulares del día: “Ochenta y seis muertos en un avionazo en la costa oeste a causa del mal tiempo”, un número similar a los decapitados del último mes, pensó la chica. El hombre del chaleco y la boina se instaló a sus espaldas para hacer una lectura rápida luego de poner una taza humeante frente a ella.

     ─Nos estamos quedando solos ─dijo el hombre─ ¿Se va huyendo de la masacre?

     ─ Como si alguien pudiera. Eso viene de adentro.

     ─ ¿De adentro de qué?

     ─ De la trastienda.

     Se hacía el despacho de los adornos navideños para el gobierno capitalino y el poeta Betancourt se colocó al otro lado del andén. Desde ahí podía mirarlo todo: los botes de basura llenos moscas y desperdicios, la gente empujándose para colarse en la fila, el cielo gris del invierno y a Reynalda tallándose las botitas una sobre otra mientras soplaba la espuma del chocolate. Él también sostenía un ejemplar del diario matutino, pero no lo ojeaba, para qué. Ninguna información salía publicada sin antes haber pasado por su revisión. Controlaba el uso de los puntos y las comas, excluyendo los puntos suspensivos y los paréntesis. ¿Qué necesidad tiene nadie de imaginar? Se decía entre tachón y tachón. Del bolsillo de su camisa sin cuello extrajo una libreta de apuntes y un lápiz del número dos con la goma mordisqueada. Viendo siempre en dirección a la muchacha de las botitas negras de agujeta, hizo varias anotaciones a lo largo de media página que luego releyó y corrigió antes de volver a poner en su bolsillo.

     El joven viejo prematuro cerró la ventanilla a las ocho en punto. Menos de tres horas le bastaron para agotar los asientos disponibles en las dos corridas programadas durante el mes. Con la vista fija en el mosaico del piso caminó hasta la cafetería y se sentó en la mesa contigua a la que ocupaba Reynalda. La pantalla verde anunció la salida al Norte. Ella se levantó y entregó el diario al güero de bigote rubio –prematuramente envejecido–, tomó la petaca y marchó hacia el andén. En su trayecto rozó al poeta Betancourt con el ruedo de la falda roja que sobresalía de la cuadrícula de su gabardina. Un olor a nomeolvides ascendió por los huecos de su nariz. Era un aroma suave, dulce y azul. Ella sabía que era azul, como las paredes y los anaqueles de la trastienda donde las etiquetas con los nombres de las cosas iban todas de cara al frente.

     ─ ¿Se va huyendo de la masacre? ─preguntó el poeta Betancourt, calmo y pausado como el movimiento de los vagones acercándose al andén.

     ─ ¿Usted cree que eso es posible?

     ─No. La masacre viene de afuera. Todos lo saben.

     ─ ¿De dónde?

     ─Del Norte.

     El chirriar de los metales encalló en el anuncio de partida que salía del altavoz: “Pasajeros con destino a La Esperanza, San Cosme de la Paz, y Puerto Bonito del Norte, abordar de inmediato”. Reynalda sintió punzadas en la nuca, un dolorcillo acompañado de afligidos recuerdos. Dejar a sus padres le rompía el corazón, pero era peor verlos morir en lotes, con los dedos de la mano en un sobre sin remitente, la cabeza suspendida en los cables del alumbrado público o el cuerpo flotando en las aguas turbias del río. Muchos vecinos deambulaban imperturbables con la mirada fija en el horizonte. En pocos meses cerrarían la fábrica de veladoras y la mitad de los comercios, luego el hotel, la escuela y el dispensario, hasta que, por fin, el aire terminara empujando la puerta de la parroquia haciendo volar a las palomas.

     Reynalda abordó el vagón que le habían asignado en segunda clase. El poeta Betancourt supo que no volverían a verla en el pueblo. Lo había presentido nomás verla tallar la punta chata de sus botitas negras una sobre otra. Así lo anotó en su libreta con el lápiz del número dos. “Ochenta y seis muertos en un avionazo en la costa oeste a causa del mal tiempo”, un número similar a los decapitados del último mes en las inmediaciones, pensó el joven con grandes orejas de duende, envejecido en forma prematura. Por encima del renegrido ecuador del periódico, vio a Reynalda abordar el tren sin titubeos, como también la vieron el de la camisa sin cuello, el de la boina y chaleco y el de la camiseta sucia.

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.