• 21 de Noviembre del 2024
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Todo empezó en el gym

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Brenda solía ejercitarse a menudo. No era la más atlética, pero cada día podías encontrarla en el gimnasio del condominio a alguna hora.

 

     Su atuendo era de lo más normal: mallas de algodón, camiseta en tela respirable y unos buenos zapatos para correr. Ponía de manifiesto que su objetivo no era el de hacerse con un saludable acompañante, sino quemar un friego de calorías para luego recuperarlas quién sabe en qué forma. Iba sin maquillaje y con el cabello recogido en una cola de caballo, siempre cargando una toalla al hombro para secarse el sudor antes de contaminar los aparatos. Aquello parecía un castigo sin redención. Su rostro reflejaba una incomodidad pasmosa que yo atribuía al audio proveniente de sus audífonos. Tal vez alguna junta de trabajo, una clase avanzada de neerlandés, o el choro de su madre al otro lado de la línea.

     Se echaba un mínimo de dos horas diarias, entre cardio y abdominales, para luego tirarse en un asoleadero de la terraza a hablar por teléfono. Coincidíamos por ahí de las seis de la tarde en las caminadoras, desde donde nunca me respondió el saludo ni se volvió a mirarme siquiera. Ser propietaria de departamento y yo una humilde inquilina nos procuraba una brecha insalvable. Algo en su actitud me hacía pensar que se tenía en muy alta estima. Y no es que tuviera intenciones de socializar con ella, pero me irritaba su inquebrantable desprecio. Con el tiempo, me acostumbré a estorbarnos mutuamente y a ese olor dulcísimo que Brenda despedía al correr sobre la banda, un amasijo de flores en almíbar. Viéndola sufrir kilómetro a kilómetro me reanimaba imaginarla en un atracón ─marca Oxxo─ antes de subir con medio chocorrol todavía en la boca.

     Una de esas tardes, se aparecieron en el gimnasio dos señoritas de muy buen ver hablando con acento venezolano. Seguramente no habían cumplido los veintisiete, pero ya contaban con el número de cirugías necesarias para una actriz de sesenta. No, no escupo de envidia. Las chicas habían pasado por las manos de un excelente cirujano plástico y las intervenciones eran impecables. Sus trajecitos de ejercicio, enterizos de licra con profundos escotes en pecho y espalda, nos permitían admirar la suavidad de sus pieles jóvenes. Las pestañas eran postizas y el maquillaje excesivo, pero lucidor. El pelo alaciado en estética, las uñas recién manicuradas y los tenis sin mácula. No se me ocurría un motivo para su visita al gimnasio, excepto el de exhibirse impunemente.

     Pude mirarlas a través del espejo. Se paseaban de un lado a otro como inspeccionando el lugar. Salieron y volvieron a entrar un par de veces. Quizá esperaban por las caminadoras o a que les dejáramos el gimnasio libre. Había elípticas, bicicletas, escaladoras y otros aparatos a su disposición, pero nada les satisfizo.

     ─ ¿Cómo le harán estas chicas para estar así?, si no hacen nada ─pregunté con sarcasmo a la vecina.

     ─ Cómo va a ser. ¿No ves que están operadísimas? Son unas golfas de lo peor ─dijo llena de rabia─ No me parece correcto que vivan en este edificio, porque yo he trabajado muchos años para pagar un lugar decente donde vivir y la verdad, sí soy racista. Está pésimo que todos los días hagan fiestas con hombres, que seguro les pagan, y luego quieran codearse con la gente bien…

     Le salían culebras por la boca y me arrepentí en seguida de haber abierto la mía. No veía la hora de terminar la caminata para no dejarla hablando sola. Me saqué de onda y me dio mucha vergüenza que las chavas, ahí nomás detrás de la puerta, escucharan todo. Total, cada quien sus preciosas nalgas, pero… Ya me quejé a la administración ─seguía diciendo─, las van a poner de patitas en la calle por zorras. Hasta droga debe haber en su departamento, nada más faltaba que aspiraran a vivir como una… Diez minutos después, me contó que venía a recogerlas una Suburban negra con los vidrios polarizados, misma que yo había visto algunas veces en la entrada y adjudiqué a un político mamón con leonera en esta, su casa.

     Me fui del gym para no volver en semanas. No quería encontrarme con Brenda (ese día supe su nombre) y mucho menos verme relacionada con ella, pero con las modelos seguí topándome de a tiro por viaje. Era un espectáculo verlas en recepción enfundadas en sus mallones animal print, luciendo bolsas de marca y zapatos de treinta mil pesos, por decir lo menos. Iban y venían a cualquier hora. A veces eran dos o tres, a veces más. En verdad estaban guapas y todas las miradas les caían encima. Hasta que llegó el momento en que los vigilantes resintieron el trajín. El político estacionaba el vehículo a media calle ─aun habiendo cajones disponibles─ y si alguien le pedía que lo moviera, su guarura respondía a punta de amenazas. Aquello se convirtió en un tema urgente para el concejo vecinal. Los condóminos españoles pasaron de la preocupación a la alarma, los asiáticos no entendían casi nada y el resto de plano se paniqueó.

     Tuvimos que juntarnos para exponer el asunto. Los salones para eventos se encontraban inhabilitados desde inicios de la pandemia, pero nuestra administradora abrió el que daba al jardín y nos citó una tarde entre semana. A esas alturas no había inquilino ignorante de los sucesos, salvo un par de familias de procedencia coreana que acudieron a pesar de no hablar español. “Sé de unas chicas que están haciendo reuniones de más de seis personas, aún en contra del reglamento por sana distancia”, dijo muy prudente doña Pau. Brenda se hizo con la palabra y despotricó sus inconformidades a voz en cuello. Se aventó la puntada de comunicar su inclinación racista y pidió la hoguera sin juicio. Silencio largo. Para calmar los ánimos, el soltero español del 12C declaró que no se sentía intimidado y agregó que las chicas contribuían a mejorar el paisaje, esto último, mirando fijamente a la quejosa. Los ruquitos del 11B se manifestaron neutrales. Ambos sufrían de mala audición y a duras penas escuchaban el timbre cuando el repartidor llegaba a entregarles los víveres.

     Una vecina casada se confabuló con Brenda; había sorprendido a su señor subiendo los garrafones de agua de las venezolanas y no le hizo nada de gracia. Los del 13A, una pareja joven de Culiacán, invocaron a la libertad de expresión, mientras el inquilino del 3D, nuestro Amlover de clóset y mayor deudor de las cuotas de mantenimiento, nos tachó a todos de neoliberales. Casualmente, los hombres casados callaron en tanto sus mujeres se ofendían en voz alta. Las cuarentonas se consideraban agraviadas y a las veinteañeras les era inclusive. Los de sesenta y más se sentían enternecidos, y los roomies de la torre 2 votaron a favor de que se quedaran las señoritas. Los coreanos y una servidora mejor no opinamos. Hay batallas que no es bueno salir a pelear. Al final, se envió un correo electrónico como advertencia a las destinatarias: Menos fiesta y más ropita.

     El viernes siguiente, como a eso de las dos y media, Brenda bajó muy emperifollada. Probablemente se dirigía a alguna comida de negocios, ya que me cuesta pensar en otra clase de cita. Abrió la puerta de cristal utilizando el lector de huella y bajó hacia la calle. Un hombre de aspecto regular, más bien feo, hablaba por teléfono en el descanso de la escalera de nuestro edificio. A sus costados había un par de güeyes, más feos todavía, portando sendas armas largas y chalecos antibalas. Los tres se volvieron a mirar a la vecina con ojos de “ya te tenemos ubicada, mami”, y no hizo falta más. No eran de la Guardia Nacional, no eran de la PJF, no vestían el traje oficial de guarura. Según sacamos conclusiones entre los vecinos, el señor tampoco era un político mamón, así que ahora salimos por la puerta de servicio y les hablamos súper bien a las muchachas.

 

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.