• 21 de Diciembre del 2024
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Juan Norberto Lerma

     Educado para mandar ejércitos y sobrellevar con dignidad sus emociones, en la primavera de 1247, Ralph Wright, heredero de una dinastía que había subyugado durante 325 años las tierras de la Península Fría, cumplió diecinueve años. Eagle Casttle era el lugar desde donde Ralph Wright ejercería su despotismo. Era un hogar luminoso, regado por ríos de espuma y en el que en las peores épocas florecían abejas por racimos. Cuando lograba escapar de la severa vigilancia de sus mentores, corría a refugiarse en la biblioteca y pasaba horas mirando láminas de demonios avasallados por los de su estirpe. Sin embargo, en las tardes lánguidas, su carácter inquisitivo y voluntarioso lo llevaba al galope por los bosques y montañas de su vasto territorio.

     Al término de sus lecciones de astrología, el príncipe deambulaba por los salones lúgubres del castillo. Su memoria plagada de símbolos y constelaciones absorbía detalles intrascendentes de los muros y, con esos exiguos datos, fraguaba conspiraciones y escapes inverosímiles.

     Una noche, más por curiosidad que por vicio, acechó una conversación de siervos detrás de una columna. Escuchó con claridad hablar de una habitación prohibida y de una leyenda oscura que amenazaba su sangre, su casa y su destino. Su ánimo aventurero y sus deseos de descifrar misterios le sugirieron no lanzarse contra la servidumbre, sino desentrañar el misterio.

     Evitó a los historiadores de su linaje y se negó a cometer la infamia de entrevistar a sus lacayos, que a cambio de dinero serían capaces de inventar ascendencias anodinas que justificaran la nobleza de su sangre. En cambio, dio rienda suelta a su imaginación desenfrenada; por las noches conversaba con los astros y leía página tras página de El Libro de la Iluminación.

     No ignoraba que todo castillo contiene pasillos secretos y habitaciones ingratas; haciendo cálculos y auscultaciones, limitó sus curiosidades a un punto preciso, situado entre el salón de recibimiento a majestades imperiales y el aposento de sus amadísimos padres. Lo estudió durante cuatro estaciones.

     A punto de cumplir los veinte años, Ralph Wright detuvo sus indagaciones, y conversó con los reyes en una cámara en la cual un rayo de sol opacaba el oro de sus coronas y en la que unos pájaros diminutos, fabricados especialmente para ellos, entonaban melodías que hacían palidecer el conmovedor sonido del entrechocar de los diamantes que brotaba de una fuente en movimiento continuo, situada en un atrio de mármol rosado.

     Nada se supo del coloquio ni nadie sabrá jamás lo que se dijo en esa cámara habitada por sangres nobles, descendientes directos de una divinidad temprana que reinó durante las primeras eras desde el centro de un volcán, actualmente venido a menos.

     La noche siguiente, el príncipe leyó en el firmamento su futuro. Guiado por un mandato superior al de sus padres, destrozó varios muros y al final halló la habitación que desde hacía casi un año perturbaba su sueño. Se encaminó a la puerta amenazante. La abrió y quedó de frente a su pasado. Una bocanada de oscuridad le azotó los ojos como un bicho nocivo.

     El sitio no era muy grande, si acaso era mayor que el púlpito de los sermones, pero contenía tanta iniquidad vuelta polvo y tesoros robados a otros monarcas, que para su sensibilidad el espectáculo resultaba vomitivo. Ralph Wright avanzó a tropezones, sus pies arrastraron huesos largos y cráneos de enemigos milenarios torturados. La fetidez le nubló la mente y la comprensión le hirió con un tajo cruel de luz el entendimiento.

     No era descendiente de divinidad alguna, el reino que le heredarían sus padres y que sus antecesores les habían heredado a sus hijos no había sido construido con el valor legítimo de las batallas, ni en guerras que los hubieran cubierto de gloria. Más que un tesoro, lo que había dentro era un botín obtenido con traiciones y venenos.

Un par de semanas después, a instancias de los reyes, la habitación fue reconstruida y la puerta fue de nuevo clausurada. El príncipe jamás llegó al trono y sólo existe un vago registro de su nombre en las memorias del reino.

Un hermano tardío de Ralph Wright asumió el feudo quince años más tarde. La habitación que destruyó los sueños del príncipe, se abrió decenas de ocasiones durante el régimen de Ernest Wright, y las estrellas que guiaron a Ralph a la verdad que provocó su ruina, siguieron inconmovibles su curso sobre la Península Fría.

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