• 11 de Diciembre del 2024
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Las tres muertes de Joel Balak (Cuento)

 

 

Juan Norberto Lerma

En noches consecutivas, Joel Balak primero soñó que era un ave imperial, luego sintió que era un perro esquinero, y, por último, se vio como un colibrí. Para enredarlo más, o simplemente porque el azar no sólo juega con la vida, sino que también se divierte con nuestras composiciones internas, las transformaciones, o estados de Joel Balak, ocurrían de forma desordenada. A veces el perro primero, o el águila al último. Lo que no variaba era que en sus sueños aparecían esas tres figuras, como si fueran tres tótems, tres símbolos, o acaso tres letras de un alfabeto incomprensible.

Joel Balak no tenía idea de si sus ensoñaciones correspondían al pasado o a su futuro, sin embargo, sus sueños no mentían. En el momento en el que ocurrían, Joel Balak sentía con claridad las corrientes de vientos potentes bajo sus alas cuando planeaba sobre sus futuras víctimas, se embriagaba con los olores de la orina en postes y paredes, y sentía el revolucionario palpitar de su corazón, transparente como la miel, una bomba colorada del tamaño de una uña, un átomo que colocado en un lugar inadecuado era capaz de hacer estallar el mundo.

La desgracia de Joel Balak era que al llegar el amanecer aún no sabía en cuál de sus visiones debía despertar. Lo fascinaba la altivez del ave, la felicidad doméstica y simple del perro, y la magia y plasticidad del pájaro, el único ser conocido capaz de caminar en el aire. Joel Balak se removía inquieto en la cama, apretaba los ojos y se volvía a sentir sofocado bajo la luz crepuscular de la oficina de correos en la que trabajaba.

Joel Balak saludaba ceñudo a sus compañeros de oficina, endulzaba su café del mediodía, durante minutos miraba las hojas amarillas de un eucalipto que arañaba su ventana, una opresión se le anidaba en el pecho y, acaso sin saberlo, entre documento y documento archivado, experimentaba en todo su cuerpo el dolor inmenso de morir tres veces cada día.

Y tal vez Joel Balak no se equivocaba, moría despeñado de soberbia como el águila ciega, le estallaba el corazón como al colibrí que apenas era sólo plumas, y se revolvía humillado detrás de su escritorio, sólo, como un perro.