• 26 de Junio del 2024
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Criatura del cielo (Cuento)

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Juan Norberto Lerma

La muchacha le dijo que era modelo y Lalo Romano no le creyó, porque al caminar ella tropezaba en los bordes de la acera, y para disimular la turbación que sentía cuando la miraban en las plazas llenas de gente, se detenía junto a las fuentes y fingía que contemplaba a las palomas.

La mujer se llamaba Becky, en las tardes miraba el poniente desde la ventana del tercer piso del departamento de Lalo Romano, tal como si quisiera marcharse de la habitación en una nube, pero se quedaba y, antes de que la luna apareciera, clavaba la barbilla sobre su pecho.

Lalo Romano la llamaba Criatura del Cielo o Amada Celeste, y en lugar de pintar un cuadro con sus humores felices soportaba a pie firme sus desplantes de princesa. En ratos de placidez, la colocaba contra el muro hasta que del sudor surgía en la pared un boceto de la espalda de ella, que se evaporaba enseguida, como si Becky estuviera en combustión.

De noche, la escuchaba hablar de barcos en un puerto del sur, del olor a chocolate que había en el cuarto de su abuela, de su madre rubia de sol, de un perro diminuto que la seguía cuando volvía de la escuela, y del sabor de un helado, que tal vez había sido su única felicidad en aquellos años. Enseguida, Lalo le escardaba el cabello con sus dedos y la escuchaba sollozar.

A su manera, se querían, los dos, Becky, la modelo, y Lalo Romano, el ilustrador, el único hombre que había encontrado inspiración en su inmovilidad y en el silencio que durante las mañanas la mantenían soldada en el asiento de la silla, y, vibrante, frente a la textura añosa de la mesa del comedor.

Dos o tres meses después, Becky le rogó a Lalo que ya no la dibujara, y le juró que se marcharía si llenaba con su rostro y su figura un cuadernillo más.

Casi contra su voluntad, él se detuvo, dejó de dibujarla, y entonces abría la ventana en las mañanas y con sus lápices trazaba un brillo, un sol, las venas de un árbol, y más tarde se marchaba a trabajar. Una mañana, Becky descubrió entre los ademanes de Lalo el boceto del cuarto de su abuela, un ropero con luna y un plumero multicolor, que casi había olvidado, y se puso a llorar. Durante los siguientes días, Becky miró arrobada en los trazos de Lalo unos barcos que se marchaban hacia el sur, el perro aún la seguía, y la abuela le daba cuerda a una caja musical.

Cada vez más silencioso, en las mañanas, Lalo trazaba en el aire el borde de una nube, la cúpula de una iglesia, un camino polvoso y una mujer sentada junto a un pozo. Cualquiera que lo hubiera visto habría pensado que el ilustrador no dibujaba en el viento, sino que temblaba de fiebre en el borde de la ventana, o que se preparaba para volar.

Una de esas mañanas con buen clima, Lalo trazó muy cerca de la orilla de la ventana el costado de una embarcación azul. Era un buque imponente, con una cubierta lustrada, y una proa magnífica, en la que flameaba una bandera con un águila que reinaba sobre montañas coloradas. Becky se estremeció, se acomodó el cabello, y no supo resistir la tentación y, entre lágrimas y suspiros, se trepó en la embarcación, tal vez con la esperanza de llegar hasta el sur.

Cuando Lalo se dio cuenta de lo que había hecho, fue hasta el estante y, desconsolado, comenzó a tirar por la ventana del tercer piso cada una de las imágenes de Becky que había dibujado durante los meses que ella estuvo a su lado. Las hojas planearon como aves blancas durante varios minutos en el vacío hasta que armonizaron sus alas y, sin mirar atrás, según me contó Lalo Romano meses después, se fueron, para siempre, una a una, detrás de Becky y de la embarcación.