• 08 de Mayo del 2024

Rebeca: Nos desnudamos en el campo (Primera parte)

 

 

Juan Rodrigo Castel

 

Cómo era el amor a la antigüita

Las historias de Pláticas en lo oscurito son una colección de entrevistas en donde los protagonistas no son los genitales, sino todos esos factores que conforman la sexualidad, incluidos, desde luego, los sentimientos.

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“Mi educación sexual fue mínima debido a que estuve en una escuela de monjas. Cuando tuve mi primera menstruación tenía catorce años y no sabía lo que me ocurría. Estaba en casa de una de mis tías y al principio pensé que me había cortado o algo así, pero como tenía dolor, luego creí que alguno de mis intestinos se había reventado”.

“En mi familia somos cinco mujeres y dos hombres, mi mamá le había dado información a mi hermana mayor y se suponía que ella me la pasaría a mí, pero mi hermana nunca me dijo nada. Mi mamá sólo comentaba: ‘Cuiden la mercancía’. Yo me preguntaba: ‘Bueno, ¿y qué es eso?’ Mi madre no tuvo la forma ni la confianza de hablarnos a cada una. Yo tampoco le di tiempo, porque a los dieciséis años me casé” —dice Rebeca—.

“La que tuvo que informarme sobre la menstruación fue mi tía. Me sentí mal, puesto que me habían enseñado que todo lo relacionado con la sexualidad era algo muy íntimo”.

“La educación que yo tuve fue muy conservadora, en el colegio donde estudié la experiencia de la menstruación era traumática. Cuando alguna de las niñas de la primaria tenía su primer periodo, las demás le retiraban la palabra porque según ellas era una cochina y lo que le pasaba era una porquería. Recuerdo que en una clase de deportes una alumna tuvo su periodo. Ella no tenía ningún dolor y estaba haciendo sus ejercicios. Se sentó y cuando se levantó estaba manchada. La niña se asustó. Vinieron las monjas, se la llevaron para bañarla, lavarle y plancharle la ropa. Pero todos nos habíamos dado cuenta que había tenido su menstruación y al otro día nadie quería dirigirle la palabra”.

Se burlaban de nosotras

“Otra de las cosas que hacíamos era burlarnos de quien mostraba el brasier, en realidad era una tontería. Usábamos unas blusas que cuando levantábamos las manos dejaban entrever por un costado la ropa interior. Nos hacían burla y nos jalaban los tirantes. En el colegio había kínder primaria, secundaria y comercio”.

“Había muchachas de varias edades. Cuando entré a la secundaria yo no me había desarrollado completamente. Por supuesto que tenía la curiosidad de informarme de sexualidad y una tarde tuve la clase de biología en la que una de las monjas tenía que hablar del tema. Nos dijo: ‘Vamos a hablar de lo que ustedes ya saben... Y como ustedes ya saben...’ Así se fue toda la clase. Todavía agregó: ‘Las dudas que tengan, las aclaramos al final’”.

“Me quedé en la baba y todas las chicas fueron atrás de la monja para hacerle preguntas. A mí me veían como a una niña chiquita y no querían que me enterara de nada. Me acerqué a las que preguntaban para intentar escuchar, pero me mandaron a lavar el material del laboratorio y me quedé en las mismas”.

“También recuerdo que mi hermana mayor llegó a manchar las sábanas y se ponía furiosa, hacía unos ojos como preguntando: ‘Pero, ¿qué es esto?’ De cualquier forma, a mí nunca me pareció sucio todo aquello, una vez que me ocurrió a mí lo vi como algo natural”.

De novela rosa

“En realidad la conciencia de mi sexualidad apareció cuando tuve mi primer novio. Fue una historia como de novela rosa. Para mí lo más excitante siempre ha sido besar. A los quince años nadie me había besado, nunca me había tomado de las manos con ninguno. Todos esos contactos físicos con el sexo opuesto eran muy excitantes porque no estaba acostumbrada. Este muchacho me gustaba mucho, me pidió que fuera su novia y le respondí que sí. Disfrutaba mucho abrazarlo y besarlo. En ese tiempo comenzaron mis cambios físicos”.

“Él me decía que tenía cuerpo de señora ya grande, pero chiquita. Yo creí que me veía gorda o algo así. Lo que pasaba era que mi cuerpo estaba comenzando a madurar. Entre este muchacho y yo nunca hubo una caricia de más. El primer beso que me dio fue algo precioso, tenía un poco de miedo y pena. Debido a la educación del colegio de monjas y al lugar donde vivía, me preguntaba qué iba a pensar él de mí”.

“No podía dar el primer paso, puesto que entonces él pensaría que yo era una loca y que hacía ese tipo de cosas con cualquier persona. Sin embargo, yo actué conforme sentía bonito. Primero fue juntar los labios y luego ya un contacto de lenguas. Entonces ya fue un verdadero beso y para mí eso es riquísimo y excitante. En mi forma de besar yo expresaba todo lo que sentía, era un beso padrísimo porque con un beso le decía lo que sentía por él. Estábamos en el patio de la casa, sentados en el suelo, recargados en la pared”.

“Era de noche, la única luz era la de un foco. De pronto me incorporé y lo besé. Ni siquiera le toqué los hombros ni la espalda. Simplemente fue un contacto de labios, pero ese beso se quedó grabado con fuego en mi memoria. En ese tiempo ya comenzaba a tener conciencia de mi sexualidad. Desafortunadamente el noviazgo terminó por chismes. En la calle éramos como seis muchachas las que nos juntábamos para jugar y cantar y entre ellas había una a la que le gustaba quitarles el novio a las otras”.

Inventaron un chisme

“Mi novio iba a ver a su familia a otro estado de la república y cuando volvió alguien le dijo que mientras él no estaba yo había andado con otro y que me le sentaba en las piernas a un muchacho. Yo sí era juguetona, pero nunca me le hubiera sentado en las piernas a nadie. Además, los muchachos tenían una idea muy territorial, no permitían que ninguno de otras calles se acercara a las muchachas que vivían en la suya. Luego me enteré que el chisme lo hicieron un muchacho que quería andar conmigo y al cual yo ni pelaba y una muchacha que quería andar con mi novio. El caso es que lo que me dolió de la actitud de mi novio fue la falta de confianza. Fue un noviazgo romántico, de manita sudada, pero muy bonito”.

“A lo mejor todo esto que cuento parecen conceptos del siglo pasado, porque el otro día en el Metro escuché a una niña como de catorce años que le decía a otra sin empacho alguno: ‘Mi novio me cambió por otra bruja más puta que yo...’ No me escandalicé, pero veo que los comportamientos han ido cambiando. En mi escuela de monjas me decían que si me tocaban, el cuerpo se me haría feo. Entre los chavas había recelo para no dejarse explorar más de lo permitido que era abrazarse y besarse. Para serte franca, yo sí sentía la necesidad de que mi cuerpo fuera explorado, pero no lo permití debido a las reglas sociales”.

“Las mujeres somos muy sentimentales, actuamos de acuerdo a lo que siente nuestro corazón y los hombres son más dados a la carne. Siempre pensé que si no había el elemento del romanticismo en una relación no valdría la pena. Tenía que ser con alguien que me hiciera sentir especial, porque yo no estaba para divertir a nadie. No quería tener sentimientos de culpa, tampoco que me decepcionaran ni que me anduvieran balconeando”.

Hubo una atracción mutua

“Luego conocí a otro muchacho, yo tenía dieciséis años y estaba en la preparatoria. En mi colonia formaron un grupo sociocultural y deportivo para llamar a la juventud a que hiciera algo productivo con su tiempo. Ahí conocí a este muchacho. Hubo una atracción mutua, pero la que yo sentí fue fulminante. Él estaba en un equipo de volibol. Entré a jugar un partido y de repente choqué con él. Fue como un flashazo, una descarga eléctrica. No pude más que preguntarle quién era.

“Me dijo su nombre y yo dije el mío. Le pregunte si era de otra colonia y me respondió: ‘Vivo aquí, lo que pasa es que no soy vago’. Eso fue todo lo que hablamos, quedé sorprendida y ya no pude concentrarme en el juego. Me salí del partido y me fui a platicar con una amiga”.

“En el grupo había información sexual y me acerqué. Aprendí acerca de las enfermedades, de la anticoncepción. Me decían: ‘Puedes tener relaciones sexuales, no te sientas mal, nada más cuídate de no tener consecuencias’. Todo era más abierto. Este muchacho tenía veintiún años y yo dieciséis. Un día en el grupo me escuchó opinar acerca de un tema político y le gustó lo que dije. Me preguntó si tenía novio y le respondí que no. Lo había conocido un miércoles y el domingo ya éramos novios”.

“Nuestro noviazgo duró nueve meses y después decidimos vivir juntos. Con él me identifiqué mucho. A su lado nada me daba pena, me sentí segura y protegida. Comenzamos con los besos y abrazos hasta que llegamos a los contactos más íntimos. Tuvimos relaciones antes de casarnos. Para mí fue algo bueno porque desperté a la sexualidad sin miedo y sin prejuicios. Recuerdo que en las clases de sexualidad que tomé me dijeron que la primera relación debía ser sin miedo, sin presiones y sin esconderse. El caso es que mi primera relación fue a la intemperie. No era muy noche”.

Predomina el corazón

“Habíamos ido a caminar, porque por mi casa había unos campos deportivos grandes y alrededor había como un bosquecillo. Teníamos como cinco meses de novios y nos detuvimos para besarnos y acariciarnos. Él tomó la iniciativa y yo lo seguí. Le pregunté que si había tenido relaciones antes y me respondió que no. Yo era virgen y creo que él también. Nunca me puse a planear cómo sería mi primera vez, pero esperaba ternura, que hubiera un preámbulo para desear tener relaciones”.

“En mí siempre ha predominado el corazón y no puedo decir que lo que me llevó a tener relaciones sexuales fue la necesidad de experimentar placer. Me sentía tan bien con él que lo que quería era complacerlo y compartir ese sentimiento. Pensé que si él quería que tuviéramos contacto físico lo tendríamos. La relación se fue dando solita y sentí mucho placer y ternura. No tuve un orgasmo, pero no me sentí para nada frustrada ni experimenté ningún malestar. Sí sentí un poco de dolor, pero nada grave. Creo que hay dolor cuando la mujer está tensa, pero yo en ese momento sentía amor. Creo que no hubo penetración completa”.

“Tal vez no me lo creas, pero yo no sabía que ahí había testículos, sabía que existía algo llamado pene, pero no lo demás. De hecho, no conocía el aparato sexual masculino, lo vine a conocer en mi primera vez; a lo mejor puede alguien pensar que es el colmo de la estupidez, pero sólo es resultado de la educación que tuve y de no haber recibido la información adecuada. Después entendí que nos alejan de la sexualidad para evitar los embarazos y a lo mejor también el placer. Recuerdo que una de mis cuñadas me contó que su madre le había aconsejado que nunca se mostrara fogosa ni ardiente con su marido porque él lo podía tomar a mal”.

“Según esto, estaba mal que el marido viera que la mujer gozaba o que era muy sexual o ardiente. Yo pensé que esos consejos no eran adecuados. A lo mejor como yo veía la sexualidad de una manera silvestre, nadie me contaminó con ideas acerca de lo que era bueno o malo”.

“De cualquier forma, cuando terminamos no me sentí ni avergonzada ni culpable. Si sentí pena con él por lo que pudiera pensar de mí. Pero a él no le importaba eso. Desde el día que conocí a este hombre, no tuve paz en mi corazón. Sentí que lo necesitaba como parte de mí. Cuando nos volvimos a ver nos vimos con gusto. Lo volvimos a hacer como a los quince días, fuimos al mismo lugar pese a que había peligro que alguien nos descubriera. Lo que pasa es que a mí gustaba que él se sintiera bien y quería complacerlo. En la primera vez sí había sentido placer, pero no algo tan carnal porque cada vez que nos tocábamos era algo más sentimental”.

“Al principio no pensaba en nada carnal, claro que ya después cuando se siente se desea, se busca y se siente bien. Creo que por eso el placer es peligroso y seductor. Te hace sentir bien, pero te mete en problemas si no se sabe controlar. Empezamos a tener relaciones con más frecuencia. Yo salía a las seis de la tarde de la escuela y él iba por mí”.

Peligro en el campo

“Nos íbamos al cine o a comer por ahí y llegaba a las ocho de la noche. En nuestro camino estaba la autopista y caminábamos por el cerro. Era un paraje solitario y ahí nos deteníamos para tener relaciones. Me sentía protegida por él porque sabía que estaba vigilando que no pasara nadie y que sabría cuándo detenernos. Casi siempre lo hacíamos de pie”.

“Cuando estaba cerca la fecha de la boda, fuimos a que nos hicieran exámenes prenupciales. Volvimos a pasar por el paraje y fui yo la que tomó la iniciativa. Pensé que tenía ya derecho a hacerlo sin inhibiciones. Era media tarde y lo conduje al lugar de siempre. Procedí a hacer mi estriptis y le dije: ‘Es que así dice un libro que leí, asegura que se siente mejor en la naturaleza’. Ahora me da risa, pero hablaba yo sobre un libro de sexualidad que me prestaron para que precisamente evitara tener relaciones sexuales antes del matrimonio... pero que me sirvió de instructivo. Total, que estábamos ya desnudos, había todavía luz de día. A mí se hacía algo hermoso porque tengo un físico muy atractivo”.

“A mí no me gusta ninguna posición en particular y creo que si hay algo monótono y repetitivo es hacerlo precisamente la cama. Se puede tener relaciones en una silla, parado, en un sillón, y hasta en el burro de planchar. A mí me gustan las sensaciones frías, cuando siento el pene de mi esposo que me va penetrando y estoy húmeda compruebo que los cambios de temperatura son muy ricos”.

“Me gustaba que él me tocara y como íbamos a ser marido y mujer se me hacía lo más natural del mundo estar desnudos. Pero apenas estábamos comenzando a tener relaciones cuando en eso que se aparece un muchacho. Mi novio no se había desvestido, estaba recostado y yo estaba encima de él. No habíamos empezado con la penetración porque yo todavía no sabía bien qué íbamos a hacer. El sujeto ya traía el pantalón desabrochado, un poco bajado, y se veía su trusa. Sentí que se me apareció el demonio”.

 

(Continúa en la segunda parte)

 

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Juan Rodrigo Castel

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