• 04 de Mayo del 2024

Ronda con lobo (Cuento)

 

 

Juan Norberto Lerma

     Los animales de La Purísima amanecían destrozados. Les comían las entrañas luego de derribarlos de un tajo sorpresivo en la yugular. Las guardias nocturnas que acampaban en las afueras del pueblo no resolvían la matanza ni contenían la furia y el hambre de la bestia que asolaba el ganado de los ranchos del lugar.

     Muchos de los hombres que asistían a las rondas iban como a una fiesta, cantaban al calor del fuego y disipaban sus penas entre tragos; otros, desde su salida al despoblado daban rienda suelta a sus nostalgias y a su fantasía. No había ningún misterio en las muertes del ganado, hasta el más desprevenido tenía la certeza de que el asesino era un lobo.

     Entre el grupo de paisanos, se distinguía Ataúlfo Villegas, quien se ufanaba de acertar con su carabina a un zopilote que volara a más de trescientos cincuenta metros de altura, y repetía a voces que con su arma en el hombro era capaz de enfrentar lo mismo a brujas que a demonios.

     Una noche de junio, sin tener nada en mente, Ataúlfo Villegas se alejó del puesto de vigilancia y canturreó alrededor de los corrales. El viento arremolinaba nubes turbias sobre su cabeza y en un claro se detuvo a contemplar su sombra brava, que parecía adelantarlo en el terreno que pisaba.

     Ataúlfo toda su vida había convivido con los animales del rancho, comprendía con mayor claridad el respingo de una vaca que el mensaje contenido en el pestañeo de una mujer dispuesta a aceptar sus propuestas de amores. De pronto, escuchó los pasos pesados de las bestias que se movieron como si estuvieran olfateando un tufo de peligro proveniente de los matorrales.

     Un lobo lo estaba mirando desde unas matas amarillas y parecía leer en su interior su miedo. Era un perrazo gris de la altura de un becerro. Estar en sintonía con las reses tenía su desventaja. Lo supo al retroceder estremecido de miedo. Ataúlfo quiso gritar, pero sus labios crispados sólo emitieron algo similar a unos mugidos.

     Escuchó el roce de unas patas felpudas entre la espesura y alcanzó a ver cuando de pronto le brincó el bicho con las fauces abiertas, directo sobre su cuello. Simultáneamente, el estampido de un disparo de su carabina lo hizo caer de espaldas sobre unas matas oscuras.

     Con el alboroto, los animales saltaron las trancas y escaparon por el campo abierto, alertando a los demás hombres, que corrieron para ayudar a su compañero. Es probable que Ataúlfo no supiera que en el pueblo se decía que los lobos repudian la carne de los hombres, porque la sustancia del miedo la contamina y la vuelve amarga para su paladar refinado. El rumor de pasos y el estampido de más tiros le llegaron desde muy lejos, pero Ataúlfo continuó sintiendo el roce de un hocico peludo contra su vientre frío, y se quedó muy quieto añorando la tibieza de unas ubres contra sus mejillas.

     Ya sin el lobo husmeando por los alrededores, el resto de la comitiva que había participado en los rondines tuvo tiempo de sobra para sorprenderse de que la fiera hubiera saltado limpiamente el cadáver de Ataúlfo Villegas, y que hubiera preferido irse detrás de las ancas deslucidas de un par de yeguas.