Llegó a urgencias aquella noche. La fiebre, un cuerpo envuelto en el dolor y el aire que huía de sus pulmones, eran tan infinitos que se perdían en el horizonte de la indiferencia. “Aún puede caminar, ¿no?”. Le dijeron con tono de reclamo. “Sólo recíbanlo, se los suplico, tiene la enfermedad, no quiero que empeore, es joven y no quiero que deje huérfanos a sus dos hijos”. La mujer mostraba un rostro surcado de dolor y cansancio. “Bueno, ya deje de llorar, lo vamos a recibir, y ya sabe, si tiene la enfermedad, tal vez no lo vuelva a ver, esas son las reglas sanitarias”.
Reglas sanitarias, eso fue lo último que escuché. Y después, el murmullo de gritos, angustia y quejas traspasaron los muros. Aquellos enfermos, sin esperanza, acudían porque les faltaba el hálito, el suspiro profundo, la vida.
No dormí, a cada momento veía la expresión del sufrimiento de aquel hombre. Tendría unos cuarenta y cinco años, era sólo lo que podía inferir, y el rictus desfigurado por el miedo. Los ojos salían de sus órbitas y buscaban los de su esposa, era el último lazo intangible de comunicación, que más bien parecía una trágica despedida.
Jesús Buendía, ingreso: sábado 11 de abril del año 2020. Estado, crítico. Me enteré que después de cinco días su estado había empeorado día con día. Desde el tercero ya era considerado paciente grave pero no estaba intubado.
Encendí el televisor para distraerme un poco, pensar en algo diferente. Pero a cada momento aparecía la imagen del hombre y el sonido de los gritos de su esposa. Por la mañana las cifras de muertos iban en aumento. “La pandemia, castigo de la humanidad”, decía un encabezado del periódico. Si veía mi celular, todo era la enfermedad. Enterarse que algún amigo había sobrevivido, y otro había muerto; si algunos eran diagnosticados negativos; si los animales lo transmitían o no; de que las calles estaban abandonadas; pero sobre todo, de que el miedo se había apoderado de nosotros.
Mi casa se había transformado en un campo de batalla. Mi esposa elevaba plegarias y hacía cadenas de oración por mensajes. La invadió la locura y se encerró en su recámara. Sólo escuchaba su llanto y pedía piedad para los enfermos. Nosotros, pedíamos por su salud mental. La locura del encierro y una sombra de soledad la estaban trastornando cada día más. No supe nada de ella en tres días. Sólo podía inferir que ahí estaba porque se escuchaba de vez en cuando un llanto plañidero. Mi hija también se encerró y me quedé solo.
Por la noche sentí escalofríos y un sudor extraño. Me despertó la pesadilla de ver a Jesús Buendía que se me acercaba con su rostro de lamento para pedirme ayuda: “Dile a mi mujer que ya me voy a morir, dile por favor”, me tomó de los hombros y me gritaba más y más, “voy a morir”, fue lo último que escuché, cuando al fin desperté.
Ya era lunes, y tenía que trabajar, pero las fuerzas se me habían ido. Recordaba su nombre y sus gritos de ruego, pero exigentes para que le diera el mensaje a su esposa. Pensé que el cansancio era por el mal sueño y las pocas horas que había podido dormir.
No quise comer nada. Mi hija salió para decirme que tomaría una clase en su computadora y desapareció de inmediato. Me reporté al trabajo y no hubo problema. Les dije que mi esposa estaba en una crisis y que al otro día me presentaría.
Esa noche una tos seca y un dolor de garganta fueron mal presagio. En sueños vi a mi mujer y a mi hija con sus manos extendidas, vestidas con un vestido largo, blanco, que se extendía detrás de ellas y creaba un halo de luz alrededor de sus siluetas. Luego vi a Jesús Buendía que las tomaba de las manos y se iban caminando, perdiéndose en un horizonte oscuro. Desperté y estaba sudando, pensé que tenía fiebre, tomé el termómetro: 39,6 grados. Debe ser una infección cualquiera, me dije. Tomaré antibiótico, con eso será suficiente. Me sentí un poco mejor. No iba a trabajar, pero una llamada de amenaza a las 11 de la mañana me hizo vestirme para cumplir mis deberes.
Fueron claros: “Te tienes que hacer la prueba”. Asentí con lo único que dejaba ver mi cubrebocas: mis ojos.
Un hisopo atravesó mi nariz y llegó a la faringe. “No tendré la enfermedad”, pensé con firmeza. Y apareció en mi mente la cara de Jesús Buendía, y sentí sus manos sacudiéndome los brazos.
“Váyase a su casa, mañana le avisaremos del resultado”.
Me fui pensando que pronto pasaría todo, que mi esposa saldría de la recámara y sin la locura, que ya podría abrazar a mi hija y decirle que la quería y que comprendía sus temores de contagiarse, que no tendría más pesadillas, que ya podríamos salir a las calles y saludaríamos de mano a todo el mundo; que Jesús Buendía estaría pronto en su casa, y no tendría que enviarle mensajes a su familia.
Pero la realidad no perdona: se muestra. Mi esposa golpeó la puerta como por media hora con gritos horrendos que atrajeron a los oídos de los vecinos del edificio. Mi hija lloró todo el día y me imploró que a primera hora fuera por el resultado.
Por la noche el dolor de garganta y la tos no me dejaban dormir. Me vi al espejo y no vi mi rostro, era el de Jesús Buendía. Sus ojos estaban fuera de sus órbitas, no podía respirar, la angustia había transformado su rostro.
Me acosté y pensé que a mis cincuenta años tenía mucho por hacer, que un sendero me esperaba para cruzarlo y encontrar un mundo de infinitas bondades. Pero el optimismo es el presagio de las desgracias. En la madrugada, a las 5 de la mañana, sentí lo indispensable que es el oxígeno, sentí morirme de no poder respirar. Buendía me observaba con sus ojos de muerto, mi esposa enloquecía, mi hija trataba de decirme algo. Hasta que sentí un fuerte golpe en mi mejilla y desperté.
Mi hija me llevó al hospital y pasé un umbral de sombras. Sólo recuerdo el llanto de una ambulancia y la despedida de mi hija: “No te mueras, papá, necesito tu cariño, tus historias, tus necedades. Si te pones mal escríbeme un mensaje y se lo das a un doctor”.
Desperté ese quince de abril con una cánula en mi nariz, una venoclisis en mi brazo, un pabellón que me apartaba de otros pacientes. No tenía fuerzas, parecía que en unas pocas horas había envejecido, que se había desgastado alma y cuerpo. Un monitor electrocardiográfico indicaba que estaba vivo, y un oxímetro marcaba ochenta por ciento, para decirme que aún podía respirar sin ayuda de un ventilador.
Pude ver más allá del pabellón. Se acercaron varios médicos a un paciente. Su monitor indicaba una fibrilación ventricular, sonidos de alarma no paraban y retumbaban en mis oídos. Estaba boca abajo, intubado, para recibir la última oportunidad de vivir. Los médicos se alejaron y sus rostros dijeron todo: había muerto.
Me quedé dormido no sé cuánto tiempo. Jesús Buendía me sacudía los brazos, sus ojos saltones me rogaban que diera el mensaje a su esposa. Me despertó una voz conocida. El equipo de protección que llevaba el médico para atender infectados, me hizo suponer la noticia. “Doctor Ramírez, cómo se siente, le tengo el resultado de su prueba: fue positivo. Tiene usted la enfermedad. Parece que ha respondido al tratamiento inicial. Ha tenido suerte que lo trajeran a tiempo”. Pregunté por el paciente que habían atendido y que parecía grave. “El de la cama trece dice usted, falleció hace tres días, estaba intubado, ya llevaba más de una semana con el ventilador. Pobre hombre, sufrió mucho, la enfermedad lo acabó pedazo a pedazo, fue terrible. Dos días estuvo sin dormir con unos ojos desorbitados por la desesperación. Escribió un mensaje póstumo a su esposa y dos hijos. Todavía en su agonía tuvo fuerzas para dejarlo en nuestras manos. Nos pidió que lo entregáramos a su familia, pero no podemos hacerlo por seguridad”.
Agradecí al médico lo que habían hecho por mí. Le pregunté qué día era. “Jueves, doctor. Por cierto, fue usted muy valiente en tratar tantos enfermos poniendo en riesgo su vida. Ahora que lo demos de alta tendrá unas merecidas vacaciones, en su casa, por supuesto”.
Se fue, me dio unas palmadas en mi hombro derecho, y vi caer en mi pecho el papel con el mensaje de Jesús Buendía. Comencé a leerlo: “... “.