Nací en esos Llanos de Chiquitos, un lugar con abundantes especies de maderas duras y espinosas, tierra de pastizales donde se encuentran árboles como las palmeras, palos borrachos, guayacanes, algarrobos y quebrachos. Más al norte de los Llanos de Chiquitos, se encuentran selvas de galería en las riberas y valles de inundación de los grandes ríos tributarios del Amazonas, se encuentran grandes árboles de madera blanda, típicos de la amazonia como la caoba, algunas arbóreas valiosas por sus aceites, esencias, bálsamos e incluso el árbol del caucho en el extremo noreste de esta región que yo llamo de mi tierra, heredada de mis ancestros que vivieron en ese lugar, desde el empiezo del tiempo.
Mi padre es un hombre del monte, criado sin zapatos, pisando suave para no espantar la caza y traer algo de carne para la mesa; también sabe pescar y fue él quien me enseño el nombre de los pájaros, de los animales del bosque, de los peces, de los árboles y de todas las plantas de esta enorme región que fue bendecida por Dios y tiene de todo: nuestra comida, bebida y medicamento. Siempre fue una tierra bendecida.
Aprendimos a convivir con el yaguar, el puma, los pecaríes, tapires, ocelotes, aguará guazú, el yaguarundí, el aguarachay, ciervos como el guazuncho, el ciervo de los pantanos, en las zonas despejadas se encuentran ejemplares de ñandú, y en los ríos y bañados, carpinchos, yacarés y nutrias gigantes. Además de reptiles, como la anaconda, la yarará y la víbora de cascabel.
Nos gusta observar a los tucanes, chimangos, guacamayos, jotes, urubúes, águilas, halcones, buitres, pavas de monte, búhos, lechuzas como el ñacurutú o grandes aves corredoras como el ñandú y tantos otros.
Mi madre es una mujer sencilla, como todas del lugar habla poco el castellano, habla poco el besɨro, una lengua indígena que aprendió de su madre, normalmente, mi madre habla poco… Casi no habla.
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Pero es ella quien limpia la casa, cocina, lava la ropa en el río, trae agua, teje hamacas, teje sombreros, teje canastas, lava los platos, hila el algodón, hace telas, teje fajas… Ayuda a las vecinas en los partos, cura a los enfermos con las plantas, hace tintes con las plantas, hace velas con la grasa más seca de la vaca, hace jabón con ceniza, hornea el pan, va a la misa.
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Nuestro territorio en los de 1930, fue campo de batalla entre paraguayos y bolivianos en la llamada Guerra del Chaco. Después, a mediados del siglo XX, hubo la crisis del caucho y mucha gente perdió su gana pan; los diferentes gobiernos nunca se preocuparon por nuestra región, así que, desde nuestros ancestros, desde el tiempo de los abuelos y bisabuelos, nosotros, los chiquitanos, somos pobres.
¡Ser pobre no es pecado!
Lo malo y verdaderamente pecaminoso es lo que vinieron a hacer aquí, esas gentes del mal…
Justo ahora, en la época seca, cuando son muy escasas las lluvias vinieron en la noche y colocaron un poco de fuego; ¿para qué? Bastó para quemar todo un gran bosque. Y lo hicieron en muchos lugares al mismo tiempo y causaron la quema de más de 4 millones de hectáreas del Bosque Seco Chiquitano, junto con la pérdida de flora y fauna de la región.
¡Infelices! Vinieron de otros lugares a quemar nuestra tierra, nuestro hogar…
Ni las áreas protegidas de la región como San Matías, Otuquis, Ñembi Guasu, Tucabaca y Laguna Marfil, se libraron del fuego, todo se consumió…
Durante días y noches crepita nuestro bosque… Hacia donde miramos vemos fuego, creo que hasta el sol parece un árbol en llamas…
Ha sido un grave desastre ecológico. Las regiones tropicales del bosque Chiquitano, considerado como un bien público de nuestro planeta, hecho ceniza.
El aire está embalsamado por el humo de los bosques que están ardiendo por varios días…
No entiendo el corazón de esa gente para matar animal y planta con fuego. Matar el paisaje. Matar de hambre la gente que vive aquí.
No entiendo, ¿qué puede haber en una cabeza? Para ser tan ruin.
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Si yo fuera Dios, yo no permitiría el daño a la naturaleza, el daño a las plantitas, a los animalitos, a esa gente tan pobre que solo tenía el bosque para protegerse y ahora ya no tienen nada. Pues cada vida es única e irreparable. Ningún interés económico vale una vida. Ya perdimos muchas vidas… Los niños enterrados en el camino representan el futuro truncado, la ilusión perdida. El Dios ve todo. Él también está mirando ahora. Mira mismo cuando ya no se cree en Él porque pensamos que ya nos abandonó.
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Escucho el crepitar del fuego y veo su claridad que alumbra en la noche. El fuego está más cerca de mi casa, a cada instante más cerca, rodea todo. Mejor ya no pienso en nada.
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Padre nuestro que estás en los cielos…
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Márcia Batista Ramos, brasileña, licenciada en Filosofía. Radica en Bolivia. Gestora cultural, escritora y crítica literaria. Publicó Mi Ángel y Yo; La Muñeca Dolly; Consideraciones sobre la vida y los cuernos; Patty Barrón De Flores: La Mujer Chuquisaqueña Progresista Del Siglo XX; Tengo Prisa Por Vivir; Escala de Grises – Primer Movimiento; Antología Escritoras Cruceñas, Caballero Reck & Batista (2020); Antología Escritoras Contemporáneas Bolivianas, Caballero, Decker & Batista. Bolivia (2020). Participó con ensayos en diversas antologías además tiene publicados: Cuento: Un Viaje en carnaval, en la antología “BOLIVIA La versión de escritores extranjeros” Homero Carvalho Oliva (2020); Cuento: Un Hombre Común, en “Honduras como Epicentro - Antología Mundial de Escritores en Cuarentena”, Chaco de La Pitoreta (2020); Antología “Compendio Literario pro Casa Melchor Pinto”, Colectivo Poético; Bolivia (2020); “BREVIRUS Antología de minificciones”, Lilian Elphick Latorre. Revista Brevilla, Santiago de Chile (2020).