Alberto Ibarrola Oyón
Supone un grave error juzgar los hechos del pasado con la mirada actual porque la perspectiva cambia completamente. Ocurre con nosotros mismos, que no seremos justos si al revisar nuestro pasado no tenemos en cuenta el aprendizaje efectuado desde el momento en que cometimos aquel error que tal vez nos martiriza.
Esta realidad psicológica se puede trasladar a los colectivos e incluso a la sociedad y a los países. Verbigracia, los castigos que se infligían a los niños hace tan sólo unas décadas, vistos desde la perspectiva actual, en una época en que se condena firme y tajantemente los malos tratos a los menores, están preñados de una gran crueldad.
En España, con Rodríguez Zapatero de presidente del Gobierno, se prohibió taxativamente infligir cualquier tipo de castigo físico a los menores, con lo que se dio pie a una serie de denuncias por las que algunos progenitores se vieron al borde de la prisión por haber dado un sopapo a algunos de sus vástagos rebeldes.
Y, sin embargo, la cultura de las madres tradicionalmente había dicho que eran los propios niños los que parecían pedir expresamente esa bofetada, tras la cual dejaban de berrear o de quejarse o de pedir caprichosamente lo más inconveniente. En los colegios también se recurría a los castigos físicos. La generación a la que yo pertenezco (los niños de la Transición) los ha conocido, en esta misma tierra.
En países como el Reino Unido existía toda una tradición de castigar físicamente a los alumnos, algo que se consideraba aleccionador e instructivo para el pupilo gamberro, travieso, rebelde o poco aplicado. Ha sido muy recientemente cuando se ha dejado de pegar en los colegios británicos. Naturalmente, estas nuevas leyes que erradican los castigos físicos a los niños no tienen un carácter retroactivo.
Y lo mismo ocurre con el tema de los abusos sexuales en los centros religiosos. Si bien es verdad que representan toda una aberración, dicho así de claro, también lo es que responden a una mentalidad superada y que pertenecen a una época pasada que no guarda relación con la forma de concebir la educación en nuestros días. En el pasado, con abusos sexuales se buscaba castigar tendencias homosexuales y en general consideradas pecaminosas desde el punto de vista moral, comportamientos incívicos y gamberrismo, chulería y desobediencia en algunos de los niños y en conjunto actitudes que irritaban sobremanera a unos educadores que se arrogaban para sí una autoridad excesiva, fruto también de una sociedad traumatizada por los efectos de una cruenta guerra civil.
Aquellos abusos sexuales se produjeron en un contexto por el cual la Iglesia Católica ponía el foco en el riesgo de la pena del infierno después de la vida terrena, consideraba la cruz como el único camino que conducía al Cielo y se creía legitimada totalmente para detentar el poder y la autoridad en la Tierra.
Era aquella Iglesia que no aceptaba la separación entre religión y legislación democrática, que no reconocía a la ciudadanía como portadora de unos derechos que incluyan disentir de la moral católica o afirmarse públicamente en el ateísmo, y que había apoyado al bando que había ganado la Guerra Civil, algo por lo que ya pidió perdón públicamente a todos los españoles a principios de la década de los 70 del siglo XX tras la celebración del Concilio Vaticano II.
Por lo tanto, la Iglesia Católica podrá y tal vez deberá pronunciar una clamoroso mea culpa en el tema de los abusos sexuales. Ciertamente, la propia Biblia denuncia la excesiva severidad en la educación de los niños. Sin embargo, en mi opinión, de forma simultánea la institución eclesiástica podría aclarar que aquella mentalidad entonces predominante ya ha sido superada cuando en vez de infierno habla de amor y perdón, en vez de castigo y sufrimiento habla de respeto y comprensión, y en vez de pretender erigirse como la máxima autoridad del Estado llama a reunirse en torno a la doctrina del amor y a sí misma se define como una iglesia pobre y para los pobres.
En casi todo Occidente la evolución ha sido semejante: de una posición dominante se ha pasado a una influencia política mucho menor. En la actualidad, socialmente no existe ninguna obligación de declararse católico. Los que abrazamos la fe cristiana lo hacemos motu proprio. Y también nos merecemos que se respeten nuestros derechos porque no hemos abusado de nadie. Y, sin embargo, se nos ataca en todos los órdenes y se nos intenta excluir del debate público cultural y político.
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Alberto Ibarrola Oyón
Nacido en Bilbao (1972), reside habitualmente en Navarra. Licenciado en Filología española. Escritor.