Evidentemente, cada quien tiene su propio punto de vista y podría afirmarse, casi de manera flagrante, que hay tantas lecturas de la realidad como personas hay observándola e interpretándola. Esto último no tiene nada que ver, obviamente, con el sustento, la consistencia y la criticidad que tales puntos de vista puedan tener, por muchos que sean o por mucho que lleguen a corresponderse unos con otros (soslayando, para evitar complicarnos, la compleja cuestión de qué es la realidad).
Justo para contrarrestar lo anterior, en un intento por explicar y/o comprender cierta parcela de la realidad, las ciencias usan diferentes métodos y generan un corpus teórico para generar un punto de vista que dé cuenta del aspecto de la realidad en estudio, lo que implica un saber acumulativo sobre éste que quizá algún día converja con otros saberes (Watson, 2017), y un método particular que permita a cierta comunidad científica trabajar en esa parcela de la realidad (Bunge, 1989; Kuhn, 2011) y su interacción compleja con otros contextos (Luengo, 2017).
En el marco de las ciencias, claro, no es dable hablar de puntos de vista, sino de las posturas teóricas (perspectivas) que los investigadores adoptan sobre una teoría o conjunto de teorías, las cuales, influyen en cómo interpretan y entienden algún fenómeno, partiendo de ciertos principios y conceptos teóricos. Un ejemplo de lo anterior es si un investigador adopta una postura teórica positivista o crítica sobre cómo se relacionan hombres y mujeres en un contexto social particular.
Es evidente que, en tan pocas líneas, emparejar y/o contrastar conceptos como “punto de vista” (en lo personal) y “postura teórica” (en las ciencias) dista mucho de ser completo, exacto o incluso correcto, pero en cualquier caso, sirve de pretexto para ahondar sobre algunas ideas que la neuropsiquiatra Louann Brizendine expone en su libro “El cerebro masculino”, mismas que parecen contrastar con ideas que suelen aparecer en posturas teóricas de corte social, tales como el interaccionismo simbólico o la perspectiva de género, aunque, como lo veremos en su momento, lo más probable es que ambas posiciones representen caras opuestas de una misma moneda.
Un ejemplo de lo anterior es lo que Brizendine (2024) comenta sobre el afán de superioridad y el impulso de búsqueda de estatus masculinos: estos aspectos, según la autora, no son el resultado de una costumbre o de una tradición cultural, sino rasgos inherentes al cerebro de todos los hombres. Cabría esperar que semejante señalamiento resultara provocativo para quienes denuncian la falta de equidad de género, particularmente en el ámbito laboral, para quienes la forma de relacionarse entre hombres y mujeres atañe a la simbolización y construcción social que una colectividad desarrolla a partir de la diferenciación anatómica entre machos y hembras (Lamas, 2000) y un sistema de poder que define condiciones sociales distintas para ellas y ellos (Aguilar, 2008), por lo que el afán de superioridad y el impulso de búsqueda de estatus que Brizendine (2024) conceptualiza desde la neuropsiquiatría como rasgos inherentes al cerebro masculino, para la perspectiva de género son aspectos que involucran aspectos como el aprendizaje, la cultura y el poder.
Ambas posturas teóricas representan dos maneras distintas de interpretar y entender el por qué el hombre es distinto de la mujer y cómo afecta esta diferencia las relaciones que ellos establecen con ellas. Cada una tiene sus propios métodos y corpus teóricos, así como sus propios principios y conceptos. Aquí nos veríamos tentados a preguntarnos, ¿cuál está más próxima a explicar y/o comprender su objeto de estudio? Lo interesante no es la respuesta a esta pregunta, sino el por qué parece importante (y necesario) formular esta pregunta. Exploraremos en esta ocasión, con más detalle, lo referente al cerebro masculino, de la mano de la Dra. Louann, y veamos a dónde nos lleva ese camino.
Como ya se ha referido, la neuropsiquiatra promueve las diferencias de género desde una postura teórica sustentada en la biología, por lo que sus principios y conceptos teóricos se hilvanan en torno a temas como las hormonas que afectan el cerebro masculino, los centros de activación cerebral que participan en la aparición de algunas conductas y las fases de vida que inducen al cerebro de los hombres a interesarse más por algunos aspectos que por otros según la etapa que vivan.
Tomando en cuenta que, la también autora del libro “El cerebro femenino” menciona, desde un principio, que considera importante que las mujeres sepan del desarrollo del cerebro de los hombres porque eso les permitiría comprenderlos mejor, compartiré a continuación algunos datos que podrían ser interesantes tanto para ellas como para ellos:
- Desde los primeros años, la predilección que los padres tengan por algún tipo de juego para sus hijos no parece ser tan relevante: “(…) los chicos se interesan más por los juegos competitivos, y las niñas por los juegos cooperativos” (Brizendine, 2024, p. 44).
- Según las investigaciones de esta autora, el orden jerárquico es más importante para los niños que para las niñas: desde los dos años, el cerebro impulsa al niño a imponer su dominación física y social.
- A diferencia de sus compañeras de escuela (y para colmo de sus docentes), los niños reaccionan a su entorno de manera más física, utilizando lo que se denomina “cognición corporeizada”, es decir, aprenden con mayor facilidad si utilizan sus músculos y las diferentes partes de su cuerpo.
- En la juventud, cuando ocurre lo que coloquialmente llamamos “ligue”, para Brizendine (2024) se presentan algunas diferencias entre los cerebros femenino y masculino: para ellas, resulta importante discernir si un hombre cuenta con todo lo necesario para ser un buen protector y proveedor, buscando por tanto una pareja que les brinde seguridad, no siendo extraño por este motivo que tengan mayor claridad sobre lo que les atrae y que, algunas veces, apuesten por un “buen partido” aunque éste llegue a superarlas en edad; para ellos, la atracción sexual desde hace millones de años ha estado vinculada con seleccionar mujeres fértiles, por lo que su córtex visual está preconfigurado para poner en su radar ciertos aspectos que indiquen salud reproductiva, por ejemplo, atracción por la figura de reloj de arena (imagen arraigada, según la autora, en los hombres de todas las culturas). Cabe señalar que tales procesos no son advertidos, conscientemente, ni por ellas ni por ellos.
- Así como el cerebro de la mujer experimenta cambios al momento de ser madre, el cerebro masculino no está exento de ellos cuando el hombre interviene activamente como padre en este acontecimiento (pongo entre cursivas esta expresión para señalar que, efectivamente, no es algo que ocurra, en su caso, automáticamente): desde cambios hormonales (disminución de la testosterona y aumento de la prolactina) hasta el denominado síndrome de Couvade o embarazo empático que, según el profesor Hugo Sánchez Castillo, ocurre cuando un padre presenta síntomas parecidos a los de una mujer durante la gestación (Valencia, Medina y Rojas, 2023). Estos cambios que surgen también en el hombre son importantes porque lo preparan para ser padre, manifestándose en cambios conductuales que favorecerán dicha función, por ejemplo, aunque entonces el trabajo siga siendo importante, el cerebro masculino prestará atención al papel que le corresponde desempeñar como padre, por lo que, probablemente, el hombre procurará destinar más tiempo para estar presente en la vida de su hijo. Al respecto, Brizendine (2024) comenta que: “Nadie sabe con certeza si los diversos niveles hormonales causan la diferencia conductual o si es la paternidad activa lo que reduce la testosterona” (p. 112). Ante este comentario parece tentador preguntarse: ¿por qué no es posible afirmar que tales aspectos (los cambios hormonales y la diferencia conductual) son concomitantes en relación con la situación que vive, en este caso el hombre, con su pareja y la expectativa de su paternidad? Porque para esta postura teórica “lo que no puede comprobarse no existe” (Vélez, Cortés y Rodríguez, 2023), por lo tanto, se hace mención de la incertidumbre: “Nadie sabe con certeza si (…)” como una posible hipótesis a trabajar a posteriori, antes que anticiparse a algo sobre lo cual no hay, efectivamente, una certeza… aunque parezca casi evidente.
Lo curioso es que la misma autora que nos ha guiado hasta aquí parece subrayar esta aparente encrucijada desde el primer capítulo de su libro. Brizendine (2024) comenta que los hombres saben lo que las mujeres y la sociedad esperan de ellos, es decir, que sean fuertes, valientes e independientes, por lo que sin importar cuánto ansíen la cercanía y el afecto, crecen con la presión social de inhibir el miedo y el dolor, de ocultar sus emociones (por ejemplo, la ternura) y de afrontar los desafíos con seguridad y firmeza, porque de lo contrario serían tildados (erróneamente) de débiles no solo por otros hombres, sino también por las mujeres, todo lo cual propicia que los circuitos cerebrales masculinos cambien su arquitectura, de tal suerte que dicho reflejo se acople con las expectativas y la presión que la sociedad en general crea en torno suyo, lo que trae como consecuencia que para cuando llegue la adultez hombres (y mujeres) hayan aprendido a comportarse de modo apropiado a su género.
Como resultará evidente, una misma parcela de la realidad puede ser estudiada desde más de una postura teórica, así como interpretada y entendida desde perspectivas muy diferentes. La cuestión se vuelve más interesante aún porque, ya desde el siglo pasado, los científicos de diferentes disciplinas se han percatado de que, tal y como lo enunció alguna vez el epistemólogo Karl Popper, la realidad es más compleja que cualquier teoría, por lo que ya no es suficiente con una sola mirada teórica para explicar y/o comprender con sustento, consistencia y criticidad alguna parcela de la realidad, porque ésta se encuentra vinculada con múltiples contextos, tanto internos como externos, que ameritan dimensionarla en varios niveles de profundidad a la vez, por lo que, si se me permite la metáfora, no tendríamos ante nosotros una moneda con dos caras, sino una moneda multidimensional con un número indeterminado de caras internas y externas, haciendo necesaria la intervención no solo de la disciplinariedad, sino también de la interdisciplinariedad, la multidisciplinariedad y la transdisciplinariedad.
En cuanto al libro de la Dra. Louann, “El cerebro masculino” y los comentarios que han servido para contrastar su perspectiva desde la neuropsiquiatría con la perspectiva de género, me parece que ambas posturas teóricas se podrían enriquecer mutuamente si cada una volteara a observar, con la curiosidad e interés propios del espíritu científico, los muchos avances que la otra ha logrado a través del tiempo.
Advierto, por supuesto, que dicho contraste no ha sido parejo (ni pretendía serlo): el libro de Brizendine (2024) es solo uno entre muchos que forman parte de la literatura científica que puede consultarse sobre el tema (es muy actual y tiene una cuantiosa bibliografía procedente de fuentes en inglés, eso sí), por lo que ni siquiera es una muestra representativa del universo de investigaciones pertenecientes a la neuropsiquiatría que tratan sobre lo que distingue al cerebro masculino, no obstante, si el ejemplo ha servido para enfatizar que hoy más que nunca resulta necesario que las posturas teóricas se volteen a mirar unas a otras, con el ánimo de evitar esos sesgos cognitivos que dan pie a expresiones como “Nadie sabe con certeza si…”, me doy por bien servido.
Me remito a la expectativa que la Dra. Louann expresó en torno a su libro, para hacer una observación final: creo que, incluso más que ellas, los hombres necesitan conocer el desarrollo de su cerebro, principalmente, para tomar cartas en el asunto sobre temas que requieren su atención urgentemente, por ejemplo, la violencia hacia las mujeres, pero también la violencia hacia otros hombres, aspectos que actualmente, se hayan normalizados en muchos contextos sociales y que, en un mundo donde se habla de derechos humanos, habría quizá la oportunidad que no hubo en épocas pasadas de trabajarla y darle un mejor cauce; asimismo, siempre se ha creído que el cerebro femenino es mucho más complejo que el masculino, y no es aquí donde se pondrá en duda tamaña afirmación (no en balde el Dr. Emmett Brown, en la segunda parte de la película “Volver al futuro”, exclamó que, después de sus aventuras como viajero en el tiempo, al fin podría dedicarse a investigar ese otro gran misterio del universo: ¡Women!), pero creo que, durante mucho tiempo, se ha subvalorado la complejidad que también tiene el cerebro masculino… quizá sea hora de cambiar eso.
Referencias
Aguilar García, T. (2008). El sistema sexo-género en los movimientos feministas. Amnis, (8). https://doi.org/10.4000/amnis.537
Brizendine, L. (2024). El cerebro masculino. Miradas Salamandra.
Bunge, M. (1989). La ciencia, su método y su filosofía. Nueva Imagen.
Kuhn, T. S. (2011). La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de Cultura Económica.
Lamas, M., (2000). Diferencias de sexo, género y diferencia sexual. Cuicuilco, 7(18), 0. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=35101807
Luengo González. E. (2017). El conocimiento de lo social. II El método-Estrategia. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente.
Valencia, I., Medina, E. y Rojas, D. (junio 15, 2023). Padres que experimentan síntomas durante el embarazo. Global UNAM TV. https://unamglobal.unam.mx/global_tv/padres-que-experimentan-sintomas-durante-el-embarazo/
Vélez Juárez, R., Cortés Cid, M. M. y Rodríguez Alarcón, J. M. (2023). Guía de capacitación para incorporar la perspectiva de género en el Servicio Nacional de Empleo de México. Organización Internacional del Trabajo. https://www.ilo.org/es/publications/guia-de-capacitacion-para-incorporar-la-perspectiva-de-genero-en-el
Watson, P. (2017). Convergencias: el orden subyacente en el corazón de la ciencia. Crítica.