• 26 de Abril del 2024

Reforma 74

Avenida Reforma / Facebook/José M. Juárez

 

Un departamento pequeño, de un edificio para entonces ya entrado en sus años, fue el primer hogar capitalino

 

 

Luis Martín Quiñones

Llegamos a la capital, como se le conocía en aquel entonces a la actual Ciudad de México, en el año de 1966. Éramos una familia de cinco hermanos, con los sueños de unos padres que, en su aventura, anhelaban abrirse paso en la gran urbe que en esos años ya contaba con 5 millones de habitantes.

Un departamento pequeño, de un edificio para entonces ya entrado en sus años, fue el primer hogar capitalino. Ubicado en Reforma 74 fue un punto estratégico para encontrar el sustento. La calle de González Bocanegra era la meca del trabajo donde se reunían los músicos para obtener un “hueso”, y se incorporaran a algún grupo, que generalmente les era desconocido.  Era ahí donde mi padre esperaba una oportunidad para ser contratado como marimbista e ir a sitios extraños con gentes también extrañas.

Las calles de Jaime Nunó, Ignacio Comonfort y Matamoros eran mencionadas ordinariamente y se convirtieron en referentes frecuentes geográficos para la familia. La clínica Peralvillo del ISSSTE también fue un punto de referencia, pero de desafortunadas visitas. Eran largas caminatas, muchas cuadras para poder llegar con el hijo enfermo de anginas, padecimiento que tuve desde muy corta edad. El atravesar Reforma, y la efigie del tlatoani Cuitláhuac como testigo de nuestras andanzas, me parecía una eternidad.

Sin embargo, aquellas caminatas me permitieron conocer el Mercado de la Lagunilla, a donde mi mamá se desviaba después de la consulta para comprarme unos flanes con rompope que me parecían lo más fascinante para mi paladar, casto de placeres. Flanes que, muchos años después, compraría para recordar aquellos momentos de dolores de garganta y de compensaciones gastronómicas, y descubrí que esos sabores mágicos y los momentos de angustia por las enfermedades sólo podía evocarlos, pero ya sin el dolor de anginas, y sin la emoción de ver cómo los flanes se hundían en la bolsa llena de rompope.

Fue en ese mercado, catedral de alimentos y miles de productos, donde se abastecía la familia recién llegada de Chiapas y que exploraba el enorme mundo que ya era la ciudad capital. Sin saberlo, recorríamos calles, puestos de comida, que formaban parte de uno de los barrios más emblemáticos de la gran ciudad. El barrio de Lagunilla, me enteraría después, abarcaba más allá de nuestras fronteras habituales.

La glorieta de Cuitláhuac era también sitio de frecuentes visitas. Los muros laterales inclinados simulando una pirámide, servían de escalinata en el que el reto era ascender al siguiente nivel sin usar las manos. Muchas tardes acompañamos a aquel héroe que miraba altivo el horizonte con su grandes brazos. Muchos años después me enteraría de su historia, de su valentía y de que uno de sus significados era, curiosamente, “mierda seca”.

El jardín de Santiago Tlatelolco, con sus sombras amables y su cantera balaustrada, era el lugar perfecto para viajar con el triciclo y esconder vaqueros y caballos que se escondían en las ramas y balaústres entre disparos y persecuciones sinfín. A unos cuantos metros del jardín de Tlatelolco, la Parroquia de Santiago Apóstol era una parada recurrente, donde mi madre le rezó a San Sebastián de Aparicio y le ofreció una promesa que se cumpliría algún tiempo después al ir a ver el cuerpo incorrupto del santo al ex convento de San Francisco de Puebla. Del beato de cera de la parroquia sólo pude ver una diferencia que me consternó: al original le faltaba un dedo.

Después de  la parroquia el recorrido incluía subir y bajar los restos arqueológicos de lo que alguna vez fueron edificaciones tlatelolcas dentro de la Plaza de las Tres Culturas, que para ese entonces no era museo ni había sucedido la tragedia del 68. A un paso estaban los edificios Sonora y Chihuahua donde sus balcones servían como plataforma de lanzamiento de juguetes paracaidistas que lanzábamos para verlos caer en la plaza, sin imaginar que justo ahí, un poco tiempo después,  correría sangre y desgracia.

Un día se oyeron balazos, helicópteros que merodeaban el edificio de Reforma 74. Los rumores de muchachos perdidos, heridos, muertos, se convirtieron en una realidad abrumadora. Unos casquillos en la azotea del edificio fueron los residuos que nos hicieron creer que de verdad algo terrible había sucedido. Pasaría algún tiempo para regresar al jardín, jugar con los muñecos, rezar en la parroquia, caminar sobre las ruinas y lanzar paracaidistas.

 Entre las largas caminatas a la clínica del ISSSTE, las ilusiones cumplidas en González Bocanegra y los flanes de la Lagunilla, vimos pasar el tiempo. Los sueños y esperanzas de las posibilidades que brinda una gran ciudad se fueron cristalizando y junto con la llegada de un sexto hermano, hubo que pensar en dejar aquel pequeño rincón para mudarse a uno con más espacio.

Desde una ventana en la que se podía atisbar la Torre Latinoamericana que se alzaba sobre sus 185 metros, vimos pasar el tiempo. El edificio, que fuera el más alto de México hasta 1972, marcó las mejores horas en aquellos días en que el dolor de garganta se disipaba contando los minutos. Fue en aquel 74 de Reforma, con el horizonte interrumpido por la antena luminosas de la torre con sus minutos y horas, donde comenzó la aventura de habitar el Distrito Federal, la capital, hoy la enorme e inabarcable gran Ciudad de México.