• 26 de Abril del 2024

El Mercado Sonora, misterios ocultos

Mercado Sonora / Facebook/Hanging Aroun México

 

Recinto de lo esotérico y de hierbas milagrosas, es un símbolo de la cultura popular y un lugar exótico

 

Luis Martín Quiñones

Además de su variedad de herbolaria, de artesanías, de amuletos para los desgraciados en el amor, de locatarios amables, multiplicador de tradiciones y de misterios escondidos, el Mercado Sonora es uno de los sitios emblemáticos de la Ciudad de México en él que se han esgrimido anécdotas y momentos muy simbólicos que es grato recordarlos.

Recinto de lo esotérico y de hierbas milagrosas, el Mercado Sonora es un símbolo de la cultura popular y un lugar exótico para el visitante que descubre lo imposible de encontrar en otro sitio. Un mercado que traspasa sus límites para continuar en un tianguis extramuros repleto de colores, de gritos, y de multitudes esperanzadas en encontrar precios inauditos.

Ubicado en el 419 de la calle Fray Servando Teresa de Mier remonta sus orígenes por allá del lejano 1957 como ampliación del Mercado de la Merced, con el que comparte popularidad e historia.  Y toma su nombre por su vecindad con el hoy extinto cine Sonora. La Merced y el Sonora comparten su origen precolombino en lo que era el antiguo barrio de Zoquipan, asentamiento xochimilca, que muchos años después tomaría el nombre de San Pablo Teopan.

Muy cercano a este recinto multicolor y variopinto, se encuentra la calle Manuel Nicolás Corpancho donde se ubica la estación del metro Fray Servando de la línea 4, que para ser construida, hubo que destruir la casa ubicada en el 175, que yo habitaba con mis padres y hermanos. De ahí al mercado nos separaban unas cuantas calles para ir hacer las compras dominicales o cotidianas. Eran los días de ir por las hojas de plátano para el tamal chiapaneco que elaboraba mi madre cada dos de noviembre y en las fiestas navideñas; también los días de ir entusiasmado para ver los animales que piaban y aullaban con la esperanza de salir de sus aglomerados claustros.

De aquellos días quedaron los recuerdos de un par de patos adquiridos por un capricho de adolescete. Un pato amarillo que después se tornó blanco y uno multicolor que después reflejaba la luz de su manto donde predominaba un verde sedoso. Aquel patio del 175 de Nicolás Corpancho fue cubierto de excremento día con día hasta que mi padre no pudo más y pidió el exilio de los pequeños plumíferos que no paraban de graznar, comer y cagar. Fue en esa época que mi padre me compró también en el Sonora un perico australiano y una periquita verde y cariñosa que besaba insistentemente a Reagan, que fue como bauticé aquel ave mezcla de azules y parlanchinerías imparables.  El perico enviudó, se hizo tan doméstico que podía salir de su jaula a recorrer las habitaciones de la casa y del departamento a donde nos tuvimos que ir por la inminente construcción del metro, hasta que un día, sin dar avisos que su final estaba cerca, se murió. 

Muchos años después al evocar esos recuerdos, percibí que le había tenido un amor especial al mercado, derivado quizás   de las compras de animales, de las caminatas dominicales en búsqueda de buenos precios y la emoción que representaba comprar las mejores hojas de plátano.

Sin embargo, el afecto urbano se tornó en una relación muy extraña de amor-odio derivado de un episodio con un personaje que aún desconocía vendía hierbas para el riñón, los nervios, el mal de ojo y amarres amorosos.

En la acera frente al 175 se ubicaban varias casas a las que identificábamos como bodegas. En sus ventanas se asomaban mercancías de todo tipo: juguetes, costales llenos de quién sabe qué, ropa y objetos misteriosos. En aquellos años, para el adolescente de catorce años, un día aciago lo sorprendió sin imaginar el mal momento que viviría.

El tío Salvador dejó estacionado su auto en una de las entradas de dichas casas. Al poco rato unos hombres con fachas de choferes-guardaespaldas tocaron a la casa para pedir amablemente se moviera el carro. Les dije que era imposible porque ni sabía manejar ni tenía las llaves, y el tío se encontraba lejos. Después me asomé a ver que no le hicieran nada al carro y vi que le estaban bajando las llantas. Me acerqué a la vagoneta Pacer para impedir que lo hicieran cuando surgió de no sé dónde un hombre bajito, regordete que con una voz estentórea me dijo: “mira hijo de la chingada, dile a tu tío que venga y mueva su carro inmediatamente”. A la par que hablaba blandía una pistola escuadra con la que me amenazaba en usar en contra mía. Sentí un sudor frío, palpitaciones y creí que iba a morir en cualquier instante. Mientras daba unos pasos como para huir, le dije que le hablaría al tío de inmediato. Me metí a avisar del suceso al tío Salvador, me asomé a ver qué pasaba y las llantas ya estaban desinfladas.

Seguí con mis visitas al mercado y algunos después fui a comprar unas hierbas extrañas y en uno de los puestos principales me encontré con el sujeto aquel empistolado. Me escudriño pensando que quizás, yo era aquel muchacho flaco y desgarbado ahora más alto y musculoso. Pensé que había llegado el momento de la venganza. No tuvo la hierba que buscaba. Hice un plan con mi hermano Francisco para llegar un día y molerlo a palos.

Las visitas continuaron al  mercado para ver  los animales, los colores, los adornos navideños; recorría los pasillos para sentir el  olor a incienso, la mezcla de aromas de hierbas desconocidas; escuchaba la algarabía de los marchantes ofreciendo las bondades milagrosas de sus productos; me ilusionaba con los amuletos que me darían un cambio de suerte; pero sobre todo, recorría los pasillos donde sabía encontraría las hojas de plátano que preconizaban un sabrosísimo tamal chiapaneco que mi madre haría y que le ayudaría gustoso.

La venganza nunca llegó. Nos mudamos por obligación para dar paso a la modernidad de la línea 4 del metro. La casa fue demolida junto con el edificio del lado izquierdo que siempre decíamos iba a caerse con el próximo temblor. La estación Fray Servando se erigió en ese sitio y sepultó aquellas construcciones viejas, quedando sólo las bodegas propiedad de aquél malogrado policía. Olvidé el suceso hasta que 35 años después en una plática con mi amigo Abel Flores, descubrimos que compartíamos un pasado común. Abel identificaba al hombre pequeño y fortachón. Había sido un agente de la Interpol y la fatalidad lo había alcanzado muy joven y murió acribillado por no sabemos qué delincuentes de hierbas prohibidas. Sentí una verdadera pena con aquel personaje y pensé qué había sido de su puesto en el mercado.

Mi última visita al Mercado Sonora fue un dos de noviembre del 2018, fui con mi hija y recorrí todo el mercado.  Nos llenamos los sentidos de los coloridos que uno no espera en sus pupilas, de los olores que me evocaron aquellos años de adolescencia; escuchamos las voces del pueblo, las voces animales, los cantos de gallos, el balar inocente de los cabritos; nos regocijamos con el sonido de la algarabía de sus locatarios, sus ofertas, ofrecedores de esperanzas, de mejores tiempos contenidas en un amuleto; y admiramos esa cultura urbana que aglomera multitudes, pasado e historias de hierbas. Y que de aquel amor-odio solo quedó un profundo afecto por uno de los lugares que guarda infinidad de misterios, tal vez alguna leyenda urbana, que por inverosímil que parezca, podría ocultarse en el fondo de algún puesto de hierbas curativas, detrás del tendero de hojas de plátano o en algún rincón entre los cientos de jaulas de patos, de pericos australianos, y de gallinas que cacarean ocultando identidades.