El 10 de marzo de 1762 era ejecutado Jean Calas en la población de Toulouse. Después de un juicio sin fundamentos, donde pesó más la intolerancia religiosa y la incompetencia de la justicia, fue sentenciado por la muerte de su hijo Marc-Antoine. El fanatismo contra los hugonotes (protestantes) los señaló y una vorágine de odio lo condujo a la más terrible tortura. No obstante que los argumentos eran insuficientes para la sentencia, los magistrados dieron su anuencia para la ejecución.
Poco más de doscientos años antes, en la recién fundada Nueva España, Carlos Chichimecatecuhtli fue conducido a la hoguera después de muy dudosos procesos legales de la Santa Inquisición. Entre denuncias e intrigas el 30 de noviembre de 1539 se encendió la llama que acabaría con su vida.
La tortura, acto cruel que a través del dolor y daño físico pretende castigar a los condenados, ha sido un instrumento que lo mismo ha asesinado a culpables que inocentes. Y, aunque hoy, prohibida, sigue utilizándose en los rincones ocultos de la injusticia. Y no sobra decir que la crueldad de secuestradores, narcotraficantes, psicópatas, y otros que caminan por el mundo con aureola de santidad, tortura a miles de seres humanos en todo el mundo.
Al daño físico le debemos sumar la tortura psicológica, que puede ser tan artera y maligna como cualquier método sanguinario. No en vano la llamada tortura china pretendía enloquecer a sus víctimas con una pequeña gota de agua que caía sin fin en el rostro del condenado hasta causarle la muerte probablemente con un infarto.
El caso Jean Calas llegó a oídos de François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire que, ante las evidencias del juicio enmarcado por el fanatismo, logró el contrapeso para reivindicar la reputación del ejecutado y su familia, que había sido repudiada por la justicia y el fanatismo tolosano. Lamentablemente el dolor del descoyuntamiento y el suplicio de la rueda, mecanismo diabólico en el que el acusado era sujetado y colocado de manera horizontal a esperar la muerte.
Carlos Chichimecatecuhtli fue llevado a la muerte por falsas acusaciones. El nieto de Nezahualcóyotl e hijo de Nezahualpilli padeció la arbitrariedad de Juan de Zumárraga y el Santo Oficio que, como otros inocentes, fue ejecutado en el nombre de dios
El lado oscuro del ser humano puede evidenciarse en las más insospechadas circunstancias. El poder y el fanatismo suelen ser los hilos conductores de la violencia desmedida con fines punitivos. Pero la crueldad sutil y maléfica puede acecharnos en la mirada más inocente a nuestro lado.
Víctimas como Jean Calas y Carlos Chichimecatecuhtli llenan páginas de las menos impensables perversidades del ser humano. Artistas que han desbordado talento y deslumbrado al mundo con sus creaciones, han mostrado su lado oscuro para convertirse en asesinos implacables.
Monarcas, reyes, jefes de estado, líderes, también han tenido arrebatos que los coloca en el lado maquiavélico de la crueldad: Carlo Gesualdo, músico del renacimiento asesinó a su familia a sangre fría; Isabel I de Inglaterra decapitó a su prima María Estuardo poniendo por delante los intereses de la corona; La Revolución asesinó sin miramientos a los hijos de Luis XVI; Cuauhtémoc y su imperio quedó derretido junto con sus pies; los Romanov vivieron días de verdadero terror y crueldad a manos de los bolcheviques.
Pensamos que la sinrazón es la causa de muchas de las atrocidades de la humanidad. Pero la instrumentación de la razón asesinó a más de cinco millones de judíos en la Alemania nazi que burocratizó la muerte en los campos de exterminio. A veces la maldad encuentra su mejor aliado en la justificación de sus actos.
Voltaire nos heredó su Tratado sobre la Tolerancia y, con él, la lamentable tortura de Jean Calas. Pero dejó también sus ideas de que el mundo puede ser un lugar de encuentro de las ideas, de las diferencias, de las creencias, sin que medie en ellas la violencia.
Hoy, en la Rue de Filatiers número 50 en Toulouse, la casa de Jean Calas queda como testimonio de lo que fuera su hogar y del que partió para no volver jamás, encarando su terrible destino en la rueda de la tortura.
De Carlos Chichimecatecuhtli sólo nos quedan los testimonios y documentos que lo han liberado de toda culpabilidad.
¿Qué nos queda del suplicio de los condenados? Quizás alguna pequeña historia que los redima del fondo del olvido, de la indiferencia por el dolor de la humanidad.