• 21 de Noviembre del 2024
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Morir dos veces

Chimi / Especial/Luis Martín Quiñones

 

En un intento desesperado, sus dos mejores amigas le dieron el oxígeno de sus pulmones y el calor de sus almas

 

 

Fue un trece de septiembre. Cuentan que ese día a murió, y que evocó aquella tarde en que corrió como un venado buscando no supo qué; esa tarde en que mientras una pierna se fatigaba, la otra se sostenía en el aire, y que sin detenerse por un camino de inesperados acontecimientos, encontró unas manos amistosas. Se subió al auto desconocido y entornó su mirada hacia un pasado, al tiempo sepultado en sus recuerdos.

Aquella noche de septiembre un mal añejo del corazón la acorraló, quedó en la orilla donde la esperaba la oscuridad. Las medicinas ya habían agotado sus buenas intenciones; también el médico había desgastado sus habilidades para luchar contra la muerte. “Va a morir, deberían decirle adiós”, fueron las palabras del sanador de los males.

El llanto de sus dos mejores amigas la hacían renunciar a lo inevitable. Tal vez podría postergar la muerte definitiva, la frialdad eterna.

En un intento desesperado, sus dos mejores amigas le dieron el oxígeno de sus pulmones, el calor de sus almas, y la música angustiada de sus corazones. Aquella noche, sin embargo, era la noche de las lágrimas y la despedida. Soltó su cuerpo liviano como el aire cálido, agradeció la vida de comodidades, los afectos y las palabras amistosas que habían inventado para ella; las infinitas horas de compañía en las tardes de lluvia interminable; del calor de sus manos en el invierno.

Al amanecer, la vieron sentada, con sus ojos brillantes, con su calor intacto, y con un entusiasmo que sólo los muertos tienen al vernos desde el paraíso. Fue la mayor alegría que les dio.

La familia —que le resultaban unos humanos extraños, que la nombraban también con nombres inventados, con palabras llenas de un cariño imperturbable—, celebró aquella muerte extraña.

Así se quedó para seguir escuchando los afectos, percibir el aroma inconfundible de sus corazones, y sentir las caricias de sus pensamientos. Se le vio caminar con entusiasmos renovados, expresar emociones con gritos desaforados, correr para ganar su lugar en las comidas. Dejó que la abrazaran más que nunca, también permitió que el hombre de la casa, el de las manos toscas, le ayudara con sus pasos vacilantes, y por compasión le regaló sus ojos brillantes, su mirada húmeda con la que desde entonces lo vio.

Su cuerpo despedía un aroma a flores de muerto.

—Huele a cempasúchil —dijo el hombre de las manos toscas que se recostó a su lado y le acarició su pequeña y sedosa cabeza—.

Pero cada día se fue desprendiendo de su pequeño cuerpo. Sin que se dieran cuenta, daba pasos intangibles hacia la eternidad. El alimento de los vivos le resultó incomprensible; el agua, inútil; y la alegría, innecesaria. La muerte le comenzó a pesar.

Ya habían pasado seis meses desde que había muerto por primera vez.

Ahora sí nos deja, dijo el hombre de las manos toscas. Una vez quiso quedarse, ahora ya no puede, ya debe descansar. Ahora sufre, nos ve llorar. Sus dos mejores amigas volvieron a llorar; suplicaron para que no se fuera, voltearon al cielo en desesperada desdicha; no importaba que ya había muerto aquel trece de septiembre, hoy no, por favor, imploraron.

Sus ojos miraron por última vez al hombre de las manos toscas, lo miró con misericordia, le entregó para siempre el brillo extraño de sus ojos; y sin palabras le dio las gracias mientras un hálito delgado y débil, susurro de su última y férrea voluntad, se perdía en el aroma inconfundible de su segunda muerte.

Todos sintieron el olor a muerto, a flores perfumadas. Se asomaron a lo que quedaba de cuerpo, y comprendieron que ya no estaba ahí. El hombre de las manos toscas se acercó y se sentó junto a las mujeres, y vio, junto con ellas, como la pequeña, la frágil pero aguerrida amiga y compañera se elevaba del suelo como una ave, con sus alas extendidas y con una expresión que no podía ser más que la de una sonrisa.

Acaso también los perros tienen alas, dijeron.

Para Chimi, pequeña, pero con un corazón de gigante; frágil pero fuerte como un guerrero, te aferraste a la vida dejándonos tu ejemplo y los más hermosos recuerdos.