Aldo Fulcanelli
Pocos histriones, han tenido el privilegio de encarnar con tal verismo a una gama de personajes tan amplia, como lo tuvo el actor mexicano Anthony Quinn (1915-2001), quien, gracias a su fuerte personalidad y dotes histriónicas desbordantes, interpretó, lo mismo a personajes históricos, que, a forajidos, jefes árabes, y hasta un Papa.
La recia personalidad del actor, lo situó al lado de otras figuras de la misma talla dramática, tales como: Robert Mitchum, Jack Palance, o Gregory Peck, ideales para interpretar papeles siempre imponentes, lo mismo que controversiales.
Luego de iniciarse como extra, y aceptar pequeños papeles, el actor chihuahuense tocó la gloria de la mano del director italiano Federico Fellini, en la cinta “La Strada” (1954), donde su papel de Zampanò, un inconsecuente artista callejero, le mereció el aplauso de la crítica internacional.
En la búsqueda de un rango actoral más que amplio, Quinn trabajó bajo la regencia de los mejores directores de cine, tales como: Elia Kazan, David Lean, Richard Fleischer, Vincente Minnelli, John Sturges, solo por citar a algunos. Dio vida a Barrabás (1961), en la cinta del mismo nombre.
Encarnó a un convincente Eufemio Zapata, en la memorable: “¡Viva Zapata!” (1952), y cuya interpretación, le permitió ganar su primer Oscar como actor de reparto, llegando el segundo, apenas cuatro años después, por su papel del célebre pintor Gauguin, en “El loco del pelo rojo” (1956). Fue Auda Abu Tayi el poderoso jefe de un clan árabe, en Lawrence de Arabia (1962), e incluso; encarnó de igual manera al guerrero Huno “Attíla” (1954), en la película del mismo nombre, y al lado de la célebre actriz Sophia Loren.
Las duras facciones del actor, aunadas a su voz de matices profundos, le permitieron interpretar al pistolero Dave Robles, en: “Man From del Rio” (1956), esta vez compartiendo plató con otra poderosa personalidad, la actriz mexicana Katy Jurado.
Al lado del también mexicano Pedro Armendáriz (1912-1963), Quinn se convirtió en uno de los primeros actores latinos, en romper con cualquier clase de estereotipos en el corazón mismo de la Meca del Cine, destacándose por sus papeles donde abundó la multietnicidad. Mención aparte merece su papel del rudo campesino Alexis Zorba, en “Zorba el griego” (1964), de Michael Cacoyannis, donde una escena de tres minutos, ejemplifica el amor por la vida, la simplicidad y paradójica profundidad de ésta misma, y todo, de la mano de la música de Mikis Theodorakis.
La mascullante voz de Quinn, diciendo: ¡baila!, ¡solo baila!, y el desenfado manifiesto, han hecho de la escena, una de las más recordadas, de absoluta antología. La infinita capacidad para sintetizar emociones, independientemente de una latitud o nacionalidad determinada, convirtieron a Anthony Quinn, en un símbolo mundial inolvidable.
Capaz de lograr conmover al público, con el poder de sus dones escénicos, Quinn consiguió memorables actuaciones, dando vida a “Quasimodo” en la cinta “Notre Dame de París” (1956), un difícil papel que anteriormente, habrían interpretado los consagrados actores Lon Chaney y Charles Laughton, respectivamente, un duro referente difícil de superar, y que, sin embargo, Quinn logró sacar adelante, con la maestría de un histrión ya consumado.
En 1968, llegan “Las sandalias del pescador”, cinta del director Michael Anderson, basada en la exitosa novela del mismo nombre, del escritor: Morris West, y en la cual Anthony Quinn, interpreta al Obispo ucraniano Kiril Lakota, que asciende al solio pontificio con el nombre de Ciril I, bajo el cometido de devolver a la Iglesia la humildad, entregando sus bienes a los pobres, en celebrada decisión.
Ya sea desafiante, contenido, e incluso sublime, Anthony Quinn, en el plató cinematográfico, fue lo mismo un mafioso, un aventurero, o un boxeador en decadencia, que vivió cada una de sus facetas, apoderándose de cada momento, el mosaico más colorido que significó su larga vida actoral. Han pasado ya muchos años desde aquel famoso “Zorba el griego”, pero del público expectante, brota nada menos que Anthony Quinn, el entrañable mexicano.
El músico Theodorakis, entrado en años y peso, celebra el momento, invitando a subir al escenario al veterano actor, que a pesar del tiempo transcurrido luce imponente, y el público griego enloquece. El actor ha dejado su personalidad propia en alguna silla lejana, para volver a convertirse en Alexis Zorba, se quita el saco, se dobla las mangas de la camisa, iniciando una jornada hacia el completo desenfado.
La orquesta aplaude frenética y comienza el baile, que va del reservado ritmo, hasta llegar a la catarsis con la alegría de una danza, que bien podría ser gitana, rumana, mexicana o irlandesa, qué más da, cuando el cuerpo es arrebatado por el don del baile más simple y llano, el que brota del alma.
Entonces, desde el centro mismo del escenario, una frase conmueve como la vez primera, ¡baila! ¡Solo baila!, se escucha, y todos olvidan de dónde vienen, hacia dónde se dirigen, o lo que pretenden demostrar. La cátedra de vida, la ofrece un hombre que a lo largo de su historia personal plena de aventuras y anécdotas bailó y no paró de bailar, al compás de una música que siempre brotó del centro mismo de su corazón, Anthony Quinn; el rostro atemporal e icónico del cine mundial.