• 21 de Noviembre del 2024
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Ellos

People / StockSnap/Pixabay

 

 

Y él, con sus grandes ojos de felino, el negrísimo cabello, la infernal sonrisa, la miró sin decir nada desde la frialdad de su automóvil

 

 Aldo Fulcanelli

Desde que se dejaron, ella se tiró a la perdición, creyendo encontrar en la cara de otros, en sus cuerpos, un poco del placer de aquel hombre de piel morena embriagadora.

Supo que lo amaba solo hasta el final, cuando la despedida se volvió insoportable, entonces, al compás de un viejo vals, sus lágrimas rodaron hasta formar un triste mar cristalino frente al piso. Nada los detuvo, excepto el miedo de que uno al otro se descubriese vulnerable, y al final de nada sirvió, ella, la jovencita de sombrero blanco, con los tacones de mujer que no le van, y aquel lunar mal dibujado en la mejilla, se montó en el barco hacia el destino próximo.

Y él, con sus grandes ojos de felino, el negrísimo cabello, la infernal sonrisa, la miró sin decir nada desde la frialdad de su automóvil. Partió el amor del mismísimo lugar donde se conocieron, y ambos se dejaron ir, como entregándole a la vida; la gracia de un final inesperado.

Él joven, pero mayor que ella, y aquella chiquilla, con la sonrisa retorcida de un ángel caído, resultó después toda una experta en las artes amatorias, que lo buscó incesantemente en su departamento de soltero donde todas las noches, los gritos de la gente del mercado, ocultó los frenéticos gemidos de placer. Se volvieron amantes al ponerse el sol, cuando las cosas comienzan a cambiar de nombre, cuando las caras se adivinan solo por ciertos rasgos que nos las recuerdan, cuando todo se torna prohibido, y entonces, la gente niega su oscuridad; pero no ellos.

Esas cuatro paredes de un azul que se desploma son su paraíso. Él es su dios, y se desliza por su pelvis con aquella radiante boca de italiano. Ella es su diosa, y se abre como flor nueva ante la entrepierna que resguarda, aquel placer oculto que todos niegan, pero no ellos, ellos, se saben desnudos más que desnudos, desollados frente al fuego que los retiene diariamente. Un macho y una hembra, dos amantes en el paraíso perdido, cuando el tiempo ya no importa, no transcurre en el minuto multiorgásmico, que prolijamente otorga promesas y delirios.

Él la mira, con los ojos humedecidos por sus lágrimas amenazantes. Y esas mismas lágrimas, tornan hermoso aquel rostro de pirata, de santo de retablo, crucificado por el amor sin nombre. Pero ella escapa como un venado de su cazador, y a pesar de su poca edad, pareciera entender más del amor. Después de embestirse uno al otro con pasión, sin preguntarse nada, sin decirse nada, ella orbita en los rincones como un fantasma, mientras él, dice amarla como a nadie nunca.

Aquella húmeda tarde, él se casó en un matrimonio arreglado, y ella miró la ceremonia desde la ventana, ambos, se brindaron una sonrisa de complicidad. Lucía radiante aquel príncipe prohibido, mientras que la pequeña diosa adolescente, se columpiaba en su sombrero, con los tacones que rozaban el piso endemoniadamente.

El barco zarpó, ella se fue a la perdición, pobre putilla angelical. Ningunas manos se deslizaron en su piel, como las de aquel hombre de rostro ovalado y pómulos salientes. Nunca encontró esa mirada, entre las caras feas de los marineros y forajidos que la envilecieron. Pero él tampoco volvió a probar las mieles de aquel fruto sangrante, que se le entregó; en una preciosa noche por vez primera. Nunca su mujer extática, le prodigó el aliento cálido de aquella chiquilla de internado, a la que hizo mujer entre los gritos de los vendedores del tianguis, en aquel departamento de soltero que hoy aúlla, bajo las paredes azules que se abaten de soledad, con los bonsái que lucen muertos, sin que ya nadie los mire.

La diosa y el dios se dejaron, como sabiendo que algo así era imposible. Ahora ella luce maltrecha, con la piel exterminada por el sol y el opio, con los tacones trozados por el recuerdo. Él, mira hacia el mar infinito que se llevó a su amor, recordando la forma en que se volvieron uno solo, entrelazados por los siglos de los siglos. En las olas ve sus ojos, aquellas pestañas de muñeca de porcelana, y se refleja él mismo, en su silueta profunda que roza el mar.

Ella lo piensa, él la piensa, la noche es una, el amor es uno solo. Los dos en sus rincones alejados, seguirán recordando aquel ocaso triste, cuando antes del anochecer se otorgaron el adiós para siempre jamás.