• 21 de Noviembre del 2024

Warhol, el muso disruptivo

Andy Warhol/Didi‎ Andy-Warhol's New York / Andy Warhol/Facebook/Didi‎ Andy Warhol's New York

A partir de obras como: Latas de sopa Campbell y Díptico de Marilyn, Warhol modificó radicalmente la forma de concebir el arte

 

 

Aldo Fulcanelli

Sobre el artista visual Andy Warhol (1928-1987), J. G. Ballard dijo: “Lo que distingue a Warhol es su naturalidad, una inocencia de grandes ojos abiertos que recuerda la de los primeros cineastas. Warhol es, en más de un sentido, el Walt Disney de la era de las anfetaminas”. La frase, elocuente en más de un sentido, brinda un retrato más sensorial que físico, acerca de uno de los artistas más representativos de la historia, que influyó como pocos en el mundo de la moda, la jet set, la música y el periodismo.

La inocencia al estilo Warhol, fue, por otro lado, una insaciable sed por alterar la realidad, Warhol construyó a través del art pop en la década de los 60’s, una arriesgada manera de crear, mezclando inusitadamente el culto a la fama, la publicidad, la truculencia o la avidez de la información contada al momento, todo ello enmarcado en la envoltura irresistible del dibujo, los lienzos, las serigrafías, el cine, el diseño y los decorados.

A partir de obras como: Latas de sopa Campbell y Díptico de Marilyn, Warhol modificó radicalmente la forma de concebir el arte, desatando un desaforado debate acerca de la validez de los elementos, así como las motivaciones que generaron su inventiva. Los sectores más ortodoxos lo tacharon de superficial, mientras que una generación ávida de nuevas sensaciones abrió los brazos a la estética Warholiana, el nuevo esquema de creación, que recicló los elementos de la vida moderna para la construcción de un devenir basado en la avidez del aquí y el ahora.

Las obras de Andy Warhol irrumpieron en la sociedad estadounidense, con el febril tufo de las noticias escandalosas, la metálica envoltura de un hedonismo ácido, que dotó de tonalidades la decadencia de una sociedad infectada por el ocio.

Warhol, que provenía del diseño de artículos publicitarios, comprendió como nadie en su momento, la relevancia de los hechos públicos, concibió la manufactura de los objetos como un innegable utensilio que le permitió enfrentar la ola expansiva del consumismo, aunque más que enfrentar esa misma fiebre, la potenció a la manera de un creador inteligente que retomó los desperdicios de una sociedad volcada en los tiempos muertos,  encarando los síndromes de la posguerra para arrojarse hambrienta sobre los chismes de espectáculos, los atuendos novedosos de las figuras de moda, los afiches, como una manera -siempre inquietante- de asimilar el ancestral paganismo humano, transformando el culto al chisme en un placer que amerita una copa de champán.

Alguna inesperada fotografía, lo mismo que estrambóticos atuendos para revestir la apabullante soledad neoyorquina que contrastó con los umbrales irresistibles, donde como en un escaparate, se generaron los escándalos. Si el devenir de los 60’s, navegante entre lo cool, y la afición por lo ácido incipiente que abordaría los inmediatos 70’s no se detuvo, tampoco el interés de Warhol por observar su entorno, él se convirtió en el cronista silente de la Nueva York oscura, aquella febril metrópoli que oculta sus vicios tras las tenebrosas bambalinas de la moral pública.

Él adivinó los gestos de una clase alta hambrienta de nuevas emociones, retrató a los travestis, los chaperos, los artistas peregrinos, como si fuera una rémora dorada que persiguió incansable al gran cetáceo que fue el acontecer social de América. Warhol recogió, también, los restos de los grupos sociales que flotan en el ambiente, y a los cuales, el implacable establishment negó tradicionalmente identidad alguna, levantó con sus manos de exótico adivino, aquel elocuente cascajo humano, lo vistió de lentejuelas, lo incluyó, lo vendió a la misma sociedad hipócrita que horas antes, que minutos antes, condenara a esos mismos seres a los rincones furtivos de los clubes nocturnos, los callejones impresentables, los moteles de las periferias donde no alcanzaron a resonar los cláxones del éxito.

Pero esto es todo, menos una declaración de falsa moral de insoportables afanes reivindicatorios, Warhol es también producto de aquel desprecio tan puritano por lo diverso, homosexual, flacucho y vulnerable, de una timidez tan chic, que contrastó con su galopante hambruna por construir el arte hasta el límite de la creación: la estética Warholiana es una manera de elevar a grado de manifiesto, el sentimiento de persecución que se genera ante lo exótico, revestirlo de traje metálico para reproducirlo una y cien veces, Warhol fue, ha sido y será, el aparato animal que digirió providencialmente la basura de las grandes urbes reciclándola, para otorgarle una nueva presentación, una presentación acorde con sus tiempos, una presentación cubierta de pincelazos, recortes del periódico, murmuraciones cortesanas, dolencias curadas por las aspirinas, fármacos, pantimedias y maquillaje.

Por todo lo anterior no es raro que se compare a Warhol con Disney. Este último construyó las delicias de los infantes de las últimas generaciones, arropado en la tradición narrativa de los siglos. Disney, dotó de luz e imagen a los personajes favoritos de los cuentos, les otorgó voz y movilidad, pero Warhol reinició la narrativa fantástica contemporánea, justo en el umbral del desasosiego, amparado por el enojo de una generación reprendida por los tentáculos del moralismo, dispuesta esa misma generación, a fluir en el devenir como un potente chorro de sangre expulsado por una arteria.

Warhol creó a sus personajes, sustituyendo la ingenuidad infantil de Disney, por una dorada pléyade de rechazados a los que acomodó en el interior de una radiante pasarela, enriquecida por la totalidad de una fauna compuesta por trabajadoras sexuales o adictos, a los que envió a hacer cine, tomar fotos, a participar de la inmensa bacanal de fluidas creaciones que representó la vida artística de Andy Warhol, el cronista freak, el lunar blanco de Nueva York, el vampiro celeste que se dio a luz a sí mismo, desde su pléyade de espejos dispuestos en el tiempo, como en un interminable cameo.

La pasión de Warhol por el arte no acabó, se transformó y fue a parar a su potente estudio denominado The Factory, ese bodegón ubicado en la quinta planta del número 231 de la calle 47 Este en Midtown, Manhattan, fue justo ahí, donde Warhol inauguró fiestas de campeonato para el contento de las radiantes personalidades de la farándula, pero también, dio lugar a su vena de creador de cortos y cintas, el celuloide fluyó al ritmo de las imprentas o la serigrafía, la desnudez hedonista y el influjo de las sustancias.

Las fotografías que consagraron la placidez de un nutrido grupo de extraños que vivieron bajo el paradisiaco abracadabra Warholiano por excelencia, aquella máxima que proclama que: “En el futuro todos podremos tener nuestros quince minutos de fama”, quince minutos en el interior de una pupila que se abrió amenazante, bajo la heredad parnasiana de Andy Warhol.

El universo lúdico de Warhol, dotado de potentes misiles multicolores que reorganizaron con vitalidad todos los restos del consumismo, ayudaría a dinamitar el egocentrismo de la crítica ortodoxa del momento, invitando a la asimilación del arte, como un gran acontecimiento donde todos pueden incluirse.

Sus certeras frases reivindicaron el contexto de sus aspiraciones de infatigable creador, al afirmar que: “lo que es genial de este país, es que Estados Unidos ha iniciado una tradición en la que los consumidores más ricos compran esencialmente las mismas cosas que los más pobres. Puedes estar viendo la tele, ver un anuncio de Coca-Cola y sabes que el presidente bebe Coca-Cola, Liz Taylor bebe Coca-Cola y piensas que tú también puedes beber Coca-Cola. Una cola es una cola, y ningún dinero del mundo puede hacer que encuentres una cola mejor que la que está bebiéndose el mendigo de la esquina. Todas las colas son la misma y todas las colas son buenas. Liz Taylor lo sabe, el presidente lo sabe, el mendigo lo sabe, y tú lo sabes”.

De igual manera, todas las obras de Warhol, mantienen ese ritmo desmitificador, irreverente, y aunque no todos pueden comprar una de sus obras, si las pueden admirar o retener en la pupila bajo el ritmo del instante arrebatado al tiempo, al igual que el célebre científico Lavoisier, nadie dudaría que la materia no desaparece sino que esta se transforma, admitiendo en la reutilización de la propia materia, uno de los prodigios más apetecibles a que tiene acceso la especie humana: la capacidad de transformarlo todo, de reubicarlo, de exorcizar a los elementos materiales como si de un acto de psicomagia se tratara, oponiéndolos magistralmente como una certera herramienta de ataque al enemigo mayor de la creatividad humana, los prejuicios.

Warhol utilizó los elementos de su arte, para dinamitar sus propios miedos, su incesante pánico a las masas, su terror indeleble a lo desconocido, su horror ante los gritos, la violencia o el escándalo. Emergió, continúa emergiendo como un vestigio eterno desde la profundidad de las creaciones que nos legó, también su andar por la noctámbula movida neoyorquina consagrada en sus diarios.

La amistad providencial con las creaturas de la jet set: Liza Minnelli, Mick Jagger, Truman Capote, el modisto Halston, Liz Taylor; de igual manera su amor por los símbolos de una modernidad concebida en el despertar del morbo, su influencia visual y creativa en la mítica banda de Rock Velvet Underground, sus andares de antología por la legendaria discoteca Studio 54, las cintas: “Chelsea Girls", "Bike Boy", "My Hustler", y "Lonesome Cowboys", sólo por citar algunas.

¿Cómo obviar el universo Warholiano? Tan entrañable como futurista, e insistentemente erótico, donde perviven las imágenes de maniquíes, jeringas, muñecos inflables, afiches coloreados de la Taylor, la Monroe, Elvis, imágenes para ahuyentar el horror de la responsabilidad del homo sapiens frente al tiempo. Carteles que totemizan la divinidad de lo efímero, la mistificación de una banalidad empotrada en el interior de alguna cápsula del tiempo, sonidos electrónicos que le hacen la guerra a los pájaros que sobreviven apenas entre el smog o los egregores infectos de la retorcida urbe, un carrusel de plomo aderezado con foquitos pulsantes donde las drag queen emergen para el honor de la noche.

Los nuevos apolos que presumen su belleza alentada por los atuendos de piel y maquillaje brillante, aquellos que se alzan y recaen bajo el placer de un soul muy al estilo de Diana Ross. Las dimensiones paralelas, donde un paisaje western crepuscular consagra las bondades de una feria fantasmal a donde no asiste nadie, excepto el ultimo ojo, la última mirada dispuesta para otro manjar visual estilo Warhol, una marquesina radiante decorada por el palpitar de los estrobos y una frase cual colofón, proferida por los go go dancers de un coro góspel a la manera de sacro epitafio: “Amo Los Ángeles. Amo Hollywood. Son tan hermosos. Todo es plástico, pero amo el plástico. Quiero ser plástico”.