23 de marzo de 1994. Luis Donaldo Colosio Murrieta, candidato a la Presidencia de la República encabeza un mitin en Lomas Taurinas, populosa colonia de Tijuana. La gente se arremolina, empuja al candidato, quien lleva la cara enrojecida, no se sabe si por el rubor que le producen las insólitas peticiones de los ciudadanos: cuatro cerditos, boletos de avión, sillas de ruedas, fotos, autógrafos, besos en la mejilla, más fotos. Pero el color del rostro de Colosio no es por la pena de pertenecer a un gobierno que relegó la justicia social, al tamaño de las conmemoraciones cívicas, muy lejos del bienestar, es por el hondo sol de la frontera que ha hecho mella en la piel apiñonada del candidato.
En su sonrisa, su andar, hasta en su forma de saludar, se sintetiza el aparatoso formulario de la usanza política proclamada por el PRI, alza la mano, sonríe, estrecha la mano de los asistentes: señoras de clase humilde, jornaleros que faltaron hoy al trabajo, para solazarse en la dicha inicua de perder el tiempo. Si no fue Quetzalcóatl, si no fueron Zapata o Villa, tal vez será Colosio el elegido, el ungido por la posteridad, para romper la cadena de fatalidades que han vuelto desgraciado al pueblo de México, el pueblo que nunca mereció a los jerarcas que confundieron la gestión pública con el histrionismo.
Entre los sinuosos barrancos, Colosio se abre paso con dificultad, le acompaña un séquito de señores de lentes oscuros y chamarras de piel, enormes radios en la mano, miradas torvas que denuncian su pertenencia a alguna institución de seguridad federal. Entre la turba que lo empuja, brilla un extracto del rabioso México: la doñita de los tamales, también la viejita que, a duras penas, y con ayuda del más pequeño de sus nietos, abandonó la casa de lámina para tocar el hombro de Colosio.
También el sombrerudo de largas patillas y colorado semblante, de ningún modo faltaría la lideresa de colonia que inunda de solicitudes a los ayudantes de Colosio, mientras él alza la mano hacia el horizonte, ignorando que la mancha humana que se extiende sobre la tierra de Lomas Taurinas, como una legión de hormigas, lo empuja con denuedo hacia la fatalidad.
Colosio, desciende entre el accidentado terreno cubierto de tierra y piedras, el sonido toca “La culebra”, interpretada por la “Banda Machos”, son los heraldos de la muerte, que revolotean entre el humor de la letra de esa canción, que se antoja un chiste cruel, cuando trascienda el resultado de los afanes de un hombre por transformar al país. El candidato ha recibido un tiro en la cabeza, su sangre ha alcanzado al séquito, las sonrisas de todos, los afanes de complacencia, se han transformado en un potente grito de dolor que vibra al unísono.
¿Quién fue? ¡Allá va! Grita un gordito de playera azul y gorra blanca, ¡no dejen que se vaya!, otra señora estalla en llanto, una jovencita se desmaya, los flashes que hace unos segundos retrataban la tímida alegría de un líder que se crecía con el castigo, como los toros de lidia, hoy se convertirán tal vez, en una prueba pericial. Allá corren los reporteros que llevan chalecos, los guaruras brincan encima del sospechoso, quien, en segundos, es cubierto por un mar de cachazos, pedradas, mentadas de madre, todo el coraje de un pueblo herido, el odio transexenal, aflora aquella iracunda tarde de Tijuana.
Sacan en vilo el cuerpo ensangrentado de Colosio, la imagen pareciera extraída de un cuadro de Caravaggio, aquellas obras que nos recuerdan por mucho, la brutalidad de la existencia humana.
Detrás, un cortejo de autos que arrancan levantando polvareda, como en una película de los Hermanos Almada, también rebota el eco de las voces que todos hemos escuchado alguna vez, en una trágica jornada. Retumba en Lomas Taurinas, el ambiente solidario que emana de las pérdidas, los gritos, las oraciones, conforman un solo estertor que brota de aquella colonia de casuchas maltrechas, la miseria como una deformidad negada, pareciera el lugar ideal para cometer un crimen que transformó aquella barriada fronteriza, en una vía dolorosa.
El aroma a putrefacción alcanza aquel hospital de Tijuana, donde los restos del candidato son resguardados con el celo de una reliquia nacional.
Afuera, las mujeres llorando como plañideras, los jóvenes dejando alguna veladora, una flor, doña Petra, que tiene algo más que compartir, algo más que únicamente la pobreza, la pobreza que porta con la dignidad de una santa contemporánea, ella da sus lágrimas, las lágrimas que parecieran embellecer su rostro cetrino de mártir urbana.
Las cámaras de televisión arriban a las instalaciones de la PGR. Adentro, todo es gritos y confusión, testigos afuera que quieren dar su versión de los hechos. Preguntas en el aire ¿Por qué?, mientras los federales, llevan arrastrando hasta los temibles separos a uno de los ayudantes de Colosio. La noticia le da la vuelta al mundo, la foto de Colosio, con el rostro ensangrentado sobre la tierra de Lomas Taurinas, robó las primeras planas de los diarios nacionales.
Desde Los Pinos, Salinas, el presidente que prometió la ventura económica, habla en cadena nacional, su semblante quebrantado, denuncia las horas de insomnio, nadie creyó en su discurso. Tampoco en la versión oficial, que denunciaba únicamente a un asesino solitario, Mario Aburto Martínez, un joven de clase trabajadora sin antecedentes penales. El rostro desafiante de un Aburto presentado tras una vitrina ante los medios internacionales, quedó grabado en la memoria colectiva, pero el pasado de aquel joven, resultó uno de los secretos mejor guardados, su actitud, un providencial acertijo.
Los sucesos posteriores al asesinato de Colosio, parecieron arrancados de las páginas de una parodia de thriller policiaco. La mal armada investigación subsecuente, permitió que el lugar de los hechos fuera rápidamente alterado, y Lomas Taurinas, una barriada sin calles ni atención gubernamental, fue limpiada, pintada, para dar lugar a un monumento, siniestra manera de conmemorar a un candidato, alejado de la todopoderosa voluntad presidencial en el momento de su muerte.
Aburto, considerado el enemigo público por el sistema, modificó sus declaraciones al menos dieciocho veces. El expediente, uno de los más robustos de la fauna judicial latinoamericana, pareciera una continuada sucesión de embrollos, rumores, testigos que desaparecen, balas sembradas, armas perdidas y recuperadas, un culebrón telenovelesco que pudo tener por objeto, la total distracción de lo que fuera un crimen de claro contexto político.
Junto al chupacabras, la democracia y el ideal del progreso, la versión oficial sobre la muerte de Colosio, pasó a formar parte de la incandescente mitología popular. Colosio, de ser el candidato de meteórica trayectoria, ungido por el dedo de la sucesión, se convirtió en el cadáver profanado por los miasmas de la nomenklatura política. Luego aterrizó hasta los apartados lugares negados al progreso, transformado en estatua de bronce, calles y avenidas, un sinfín de conmemoraciones que enriquecen aún más al extenso panteón de los héroes nacionales, unos reales, evidentes, otros malogrados, entregados al pueblo como en una verbena de sangre y fuego.