• 03 de Mayo del 2024

Edward Hopper, la vida en un Impromptu

 

 

Aldo Fulcanelli

 

El pintor estadounidense Edward Hopper (1882-1967), se refirió al arte, como la expresión exterior de la vida interior del artista; su visión personal del mundo.

Abundó el autor, que el papel del arte es reaccionar ante la propia existencia humana, la naturaleza como un fenómeno, frente al cual la pintura debe aprender a lidiar. Valiéndose del óleo, el dibujo, la acuarela y el grabado, Hopper, mostró al mundo con su estilo personalísimo, la relevancia del momentum, sus obras son casi radiografías que logran retener la mística de un instante, un instante que se reproduce todas las veces nuevamente; cuando uno mira sus cuadros.

Asociado a los estilos denominados Realismo Social y Nuevo Realismo, Hopper, fue el campeón de la poética visual, el mismo que no buscó jamás ser un simple manufacturero de retratos o pinturas bonitas, cada trabajo del artista es un intento bien logrado por exaltar la naturaleza de las cosas, es decir: la importancia que revisten para la mirada humana los objetos, paisajes, personas y situaciones por ellos mismos, de la mano de un impactante manejo de luces y sombras.

Hopper fue el mago que construyó a la manera de hábil literato, un gran abrevadero lleno de pequeñas historias. Cada historieta es rica en alusiones a la vida cotidiana, por ejemplo, una mujer sentada frente a su máquina de coser, y un ventanal que extrae la luz de la mañana, un pequeño cuadro que pende de la pared, una pared que ante el influjo de la luz, se advierte deliciosamente naranja, mientras se deja ver apenas la mitad del mueble que sostiene a un espejo, y no hay necesidad de más.

Hopper fue el escenógrafo que dotó a los objetos de personalidad propia. La imaginación del artista permitió que éste concibiera imágenes de faros situados en hermosas colinas, fachadas de mansiones, amparadas por cielos castos, caminos agrestes cuyo verdor sintetiza la alegría de vivir, lo mismo que vetustos inmuebles que parecieran derrumbarse ante el horizonte impasible.

Personas, personas vinculadas por su relación con el objeto, pero milimétricamente separadas en un mundo alternativo donde el autor, logró prescindir de la figura, solo para construir una otredad donde trasciende lo mismo un árbol, que un velero que se tuerce como un artesanal juguete; frente a la acción de un viento que se adivina.

El magistral escenógrafo del óleo hace la triunfal aparición nuevamente, al pintar a una mujer desnuda, sobre un mueble de color azul fuerte. Ella mira por la ventana, donde se adivina el temperamento nostálgico de un edificio solitario, entonces, las sombras amplifican el poder oculto de las cosas: una lámpara, la cómoda y las cortinas, que también reclaman su posición dentro del reino inamovible del artista, y entonces, preguntarse a quién espera la mujer desnuda del cuadro, es una cuestión más insoldable que los propios arcanos.

Los personajes de las obras de Edward Hopper, carecen de la totalidad que caracteriza los rasgos en la figura humana, lo que permite admitir, que tampoco son el centro de su obra, sino como ya se dijo anteriormente, las personas son nada más una furtiva referencia, que permite reconocer desde la naturaleza humana, el influjo de todo aquello que en nuestro andar pareciera irrelevante, pero que ante el ojo de Hopper; adquiere una importancia inmensa.

Al nombrar “Sunday” a uno de sus cuadros, el artista estadounidense, demostró su habilidad de observador de la cotidianeidad, plasmando a un hombre que aguarda a las afueras de un edificio de fachada clásica; sentado en la banqueta.

El letargo dominical se expresa por si mismo, inserto en las tonalidades grises y cafés, el ocio inducido por el transcurrir de una tiempo donde lo insoportable tiene rostro de cornisa o ventana, pierde fuerza ante la poderosa demostración pictórica de un genio como Hopper: éste ha logrado plasmar el poder de una idea revistiéndola de óleo, al capturar un arquetipo costumbrista; que supone que los domingos son plácidos, hasta el aburrimiento.

No existen las totalidades en el arte de Hopper, plasmó la reacción de la mirada ante la imagen de una escalera, con su barandilla intacta, el pasillo es breve, revestido de tonalidades nostálgicas, pero la intriga por adivinar lo que motivó dicha obra, hace que uno quiera, prácticamente, ingresar en el cuadro.

Ingresar para abrir aquella puerta vedada, correrla como los párpados que ignoran el suceso incómodo, entonces, tal vez uno descubra tras el umbral la verdad de que Hopper, no plasmó personas sino circunstancias, no pintó objetos, tradujo la originaria emotividad de los instantes.

Su profunda mirada, le permitió palpar con su pincel de mago, escenas como la de una mujer que toma el café en un ambiente que sugiere de lo inhóspito a lo lúgubre, todo, menos austeridad visual pues los objetos hablan.

Ella, silente como una muñeca de porcelana, se encuentra en igualdad de circunstancias frente a la mesa que ocupa, las lámparas detrás suyo, parecieran tintinear, destaca el frutero pleno de colores intrigantes, emerge también el fondo oscuro que retiembla como el misterio de la vida.

El pintor se erige como el astro que cruza por la noche el mar oscuro de los sueños, es el augur que los retiene entre sus manos para traducirlos. Edward Hopper, fue sin duda el salvador de los rituales de lo habitual, aquellos que depositó en su relicario de maestro de la luz, para entregarnos tardes de té, escenas de oficina donde una mujer y un hombre, vestidos a la usanza de los años 40’s, contribuyen a la edificación de un imaginario pleno.

En el cuadro nadie mira a nadie, nadie pretende a nadie, todos emergen del óleo como la natura, no hay colores definidos y las personas son insinuaciones, todo el entorno se encuentra contenido en el imperio de una metáfora.

El universo sin gente de Hopper también admite puentes que se sostienen sobre el mar como apariciones mitológicas. Poblados de caricatura, que brillan por sus tejados blancos. Galerías enteras de pavimentos, escalinatas, chimeneas, vitrinas y callejones por donde grita el silencio.

Aunque el arte de Hopper tiene el talante de un vasto performance dancístico ausente de música, combina perfectamente con los mejores impromptus del músico vienés Franz Schubert (1797-1828), composiciones para piano tan pequeñas; como plenas de inspiración.

Mientras la melodía se desenvuelve como una flor, abriéndose ante el vasto sol, uno percibe frente a sus ojos, la naturaleza viva de Edward Hopper. los arpegios insistentes del piano, anuncian el advenimiento de los techos citadinos, plenos de domos y chimeneas. Los cafés de las esquinas se escabullen del olvido, para mostrarnos escenas donde las personas yacen como peces distantes y añorados, entidades que emergen de entre ellas mismas para no tocarse nunca.

Entre los fortes y pianísimos, se presiente el rumor de un aire que recorre las regiones sin tiempo de Edward Hopper, huele a césped de óleo, y uno se desploma junto al atardecer que ilumina los parques abandonados, pero nunca en ruinas, por donde los árboles sin hojas se retuercen castigados por la sombra.

Edward Hopper, fue el artista que condujo la mística hasta el óleo, el mismo que demostró la importancia de la ausencia, la insinuación, el gesto como un todo; el cronista visual de la escena costumbrista estadounidense; más destacado de la primera mitad del siglo XX.