• 29 de Abril del 2024

La casa en coma

 Guadalajara, era la metrópoli noventera, la de fuentes inmensas, glorietas abarcadas por el aroma de las flores

 

Aldo Fulcanelli

Habitar aquella casa, era como habitar las entrañas insolentes de uno mismo, escuchar el ritmo de los jugos gástricos, los latidos de un corazón adolescente, temperado por los efectos de aquel aparato modular de los 90’s, cuyo sonido, se entrelazaba con los portazos, los días de fiesta familiar con videocasetera; y viajes en autobús a la barranca.

Guadalajara, era la metrópoli noventera, la de fuentes inmensas, glorietas abarcadas por el aroma de las flores, veredas urbanas satisfechas por el canto de los pájaros, y el griterío de la gran urbe, la nostalgia, que viajaba por los túneles desde algún par vial.

Pero la casa, esa casa, era la casa que se abría ante todos como una gran beneficencia, una morada que, en su interior, atesoraba cajas con revistas de moda setentera, roperos heredados por la abuela, y una escalera indescifrable, que había que subir casi de rodillas; so pena de caer estrepitosamente.

La infancia murió a los once años, y hubo que regalar los juguetes; un día, llegó un decreto cargado de hormonas, diciendo que emplear diminutivos era cosa de niños. Escapé, al contemplar mi rostro en aquel antiguo lavadero, cuyo interior era una oscura fosa, donde, en las regiones de la imaginación, pudo brotar algún castillo medieval.

Aquella, era una estancia donde el cuarto de servicio, fue el mejor sitio para resguardar a los conejillos de indias, los gatitos siameses, prefirieron la frescura del tejado, ahí; donde los niños corríamos desafiando a la muerte.

La azotea, fue muchas veces la cubierta de un barco imaginario, el barco donde los niños, nos recostábamos mirando al cielo, aguardando el paso del sol entre las cúpulas ya en el ocaso. El viento, transportaba los trinos del ferrocarril, pero la lluvia, la lluvia tapatía de hormigas rojas y relámpagos que estremecen las ventanas, nos volvió a todos esclavos de la nostalgia.

Los dieciséis no fueron dulces, vagué como un mártir, deprimido por las placidas calles de la Colonia Moderna. La casa, mi casa, el habitáculo de la imaginación, se convirtió en una cárcel de concreto, que retenía con ansia el sabor de la tristeza.

Los abuelos comenzaron a morir, a morir de pie como los árboles, su voz también se hundió, se perdió entre los muros resquebrajados por el silencio. No miento, cuando digo que las paredes se empezaron a cuartear, fue luego de un día de lluvia, cuando el vendaval reventó la ventanilla; que puerta tan curiosa, de una madera ya muy endeble por la acción del tiempo, una madera enjuta; agrietada, como el murmullo de los recuerdos.

No había que ser un genio para ser adulto, y aquella casa lo sabía, el dueño y señor, se transformó en un terrible dictador, los amigos huyeron, atormentados por el duro flechazo de la pubertad.

Los viejos cayeron uno a uno, como en una guerra brutal contra el padre Cronos; benefactor de los comas diabéticos, las clínicas del IMSS, el cansancio senil y las isquemias cerebrales. La casa, se convirtió en el oscuro claustro materno, donde un día, la infancia fue extraída como un feto, un feto que palpita a la velocidad de la vida.

Mamá y el amo, cambiaron de ciudad, todos emigraron. Yo me quedé al final, un poco antes de que la casa fuera demolida. Sus paredes eran la ruina, yo las tocaba, como se toca a un amigo en agonía, como se tocan unas manos enjutas, unas manos que se despiden de la vida. En sus paredes creí mirar a Héctor, su bello rostro, iluminó todos los rincones de aquel lugar sombrío, extendiendo sus alas pardas sobre mí, prestándome su aliento, su aliento tibio de amor perfecto.

Un día, la casa entró en coma, los cimientos, no soportaron el destino de los ocupantes, había que dejarla. Dejar los pasillos en los que dios espiaba al rebaño, dejar las puertas vencidas por el tiempo, dejar los techos derrumbarse entre los escombros, abandonar los apéndices; de aquella casa amarilla de ventanas ignoradas.

Me despedí de todos los rincones, empezando por el breve patio de piso hundido, por cuya coladera; se podía mirar una pequeña parte del infierno. Después, las habitaciones, cubiertas por el polvo del abandono, también, los prados, donde tras una década; le dije adiós a la infancia.

Las plagas del desamor invadieron la sala, en medio, petrificado, sobrevivió el último aliento de algo humano, tenía -la forma de un hermoso pez amarillo; que yo miraba extasiado.

Apilaron los objetos, las ropas de persona decente, las viejas fotos de familia, las enciclopedias que de nada sirven frente a una emergencia. Quemaron todo en una noche de aquelarre, todo, todo se fue al carajo, aquella tarde nublada. Quedó la ciudad amable para los forasteros, los caminos y veredas para los otros peregrinos, los que por una rara ley cuántica; levantarán de nuevo aquella casa; para habitar el espacio de los muertos.