Aldo Fulcanelli
Al músico estadounidense John Francis Pastorius (1951-1987) mejor conocido como Jaco Pastorius, debe el bajo su ascenso como instrumento de grandes ligas, dejando atrás los esquemas anquilosados del acompañamiento en ritmos habituales, para acudir al disfrute de proposiciones armónicas en su tiempo desconocidas, un estilo tan personalísimo como atronador; servido en bandeja de plata desde el acetato, o la jam session trasladada al video, y de ahí; directamente hacia los paladares exquisitos de los amantes de la excelsitud.
Y es que cualquier adjetivo resulta insuficiente al escuchar los devaneos de aquel músico nacido en Pensilvania; proveniente de una familia atípica, cuyo padre fue un baterista y cantante de swing de marcada afición por las madrugadoras francachelas, heredando al entonces joven John Francis, el hábito por asumir a la música como una religión.
En su la tierna juventud, a la búsqueda frenética de ubicar el instrumento afín, John Francis, deambuló por la guitarra o el sax, únicamente para rematar con la batería, como un ineludible accidente genético.
John Francis conoció entonces el sonido sugestivo del contrabajo, un grave contratiempo con el instrumento, le llevó a sustituirlo por uno eléctrico, pero en su intento por igualar el sonido acogedor del contrabajo, determinó retirarle los trastos, el resultado: se acrecentó el estilo de John Francis quien a su paso por diferentes bandas, experimentaciones muy diversas, fue delineando un arte regido por las evoluciones musicales que se regeneran una y otra vez; desde el seno mismo del jazz-fusión.
La improvisación que se convierte en una fiesta auditiva pero también, visual, cuando acudimos al pasado desde los vestigios que el video nos ha legado, solo para encontrarnos con aquel efébico rubio de mirada chispeante, la cabellera larga, la cinta en la cabeza, también la vestimenta colorida, como si se tratara de un gurú ya listo para asumir como suyo; el más puro estado de la contemplación.
Murió John Francis, nació Jaco Pastorius desde el centro de un escenario inundado por la improvisación originada en aquellos larguísimos dedos, las manos que reafirmaron la inquebrantable voluntad del genio por hacer del bajo no solamente un instrumento estelar, sino capaz de conmover a cientos de almas primero incrédulas por conocer al héroe musical; que ya convertido en una estrella a finales de los setentas, contribuyó a abolir los estereotipos sonoros, ayudado por la plenitud de la más decidida libertad artística.
En el devenir de los palomazos en la milonga jazzística, Jaco es descubierto por el pianista Paul Bley, quien le invita a grabar un disco, acompañado por los músicos Pat Metheny (guitarra) y Bruce Ditmas (batería), logrando un muy rescatable trabajo, ideal para reconocer la evolución de Jaco Pastorius en la música. Pero el siguiente disco titulado simplemente “Jaco Pastorius” (1976), introdujo al entonces veinteañero bajista, al verdadero devenir de la música internacional.
De total antología las interpretaciones de un extasiado Pastorius al respecto de los temas: “Donna Lee”, “Portrait of Tracy”, (Used to Be A) Cha Cha, “Kuru / Speak Like a Child”, “Come on, Come Over”, material imperdible para los coleccionistas prestos a dejarse envolver por la sugestión del jazz o el funk, amén de los prodigiosos arreglos orquestales.
Ajeno a las convenciones u ortodoxias, Jaco Pastorius concibió a la música como una misteriosa piedra de toque, cuyo máximo aporte es la universalidad, el contexto lúdico, la capacidad para elevarse alcanzando el éxtasis, repartir a los escuchas algo de la catarsis sintetizada en notas.
Bailes seductores, jugueteos que hicieron de Jaco Pastorius; una de las grandes figuras de la escena musical, el resultado de una rara fusión simbiótica entre la pulsante sexualidad del rock, y la precisión estilística digna de un orfebre de la creación artística.
Pero la gloria musical, llegó a Pastorius a su paso por la legendaria banda de fusión Weather Report, integrada por Joe Zawinul (teclado), Wayne Shorter (sax), y Peter Erskine (batería), dilectos interpretes con los que Jaco recorrió las grandes salas de concierto, para ofrecer aquellas apoteósicas sesiones musicales más parecidas a fiestas dionisiacas por su efusivo contexto, que a simples actuaciones en vivo.
En realidad, se trató de auténticos conversatorios instrumentales donde es posible revivir el talento de estos cuatro músicos, brillando en radiantes performances donde para no variar, Jaco relumbró como el alma de la fiesta, vestido como un hippie, conteniendo entre sus dedos el secreto de los armónicos, los armónicos metamorfoseados en eléctricos dardos que hacen del corazón, algo más que un músculo bombeando sangre al resto del cuerpo humano, el corazón retomado gracias a Jaco -aquel delicioso saltimbanqui-; como el más antiguo de los instrumentos de percusión.
Pero las actuaciones de Jaco, lidiaron igualmente con las intermitencias de su vida loca, los excesos, la proclividad a un temperamento voluble, influido por los desórdenes mentales, de igual manera la ausencia de tratamiento médico, o el caos de una vida cuyas alteraciones le colocaron frente al oscuro abismo de la autodestrucción.
Aún es posible percibir la afanosa cercanía de Jaco hacia el peligro en sus actuaciones en vivo, como aquella en el Stadhalle Offenbach, Alemania (1978), cuando el artista más que músico, aparece frente al público efervescente a la manera de un histrión, vestido del color de los spotlights, haciendo del bajo el inusitado conversador de melodías construidas a partir del dominio armónico, pero también el resultado de múltiples y orgásmicos soliloquios; que al tocar el aire, los tímpanos, retornan transformados en salmos, llaves tonales dedicadas a la creación más exaltada.
Primer acto: aparece Jaco tan alto como una pintura de El Greco, sus poderosos dedos tiran de las cuerdas de la vida, se mueve al centro como un acróbata suicida, como un espectral soldado que afanosamente busca la pulsión de muerte, sabiendo que el sacrificio, es la mejor manera de retener entre las manos el fervor de la gloria.
Segundo acto: aparece Jaco, polifónicamente al borde de la desafinación que afortunadamente no llega, otorgados por el respetable oreja y rabo, brilla la sonrisa retorcida como una alusión erótica, un guiño de esa rareza tan tierna como truculenta que es la vida, un guiño a Dios y a la muerte, desde las fronteras del papel pautado, de los cromatismos que son la única manera de responder a lo incierto, al silencio donde ya ni los pesares caben.
Tercer acto: aparece Jaco envuelto en llamas, incendiando el cuerpo que penosamente retiene como en una cárcel de piel y hueso, la gloria mística de todo su ser interno. Envuelto en llamas el juglar moderno recibe de los dioses los espasmos, los ataques de ansiedad, los piquetes cáusticos que atacan a los nervios, el castigo por robar el fuego redentor que dio a los hombres, el poder de regenerarse a partir de la creación artística, la nobleza de enfrentar a la oscuridad por medio de las frecuencias ordenadas que reconstruyen a la música.
Un 21 de septiembre de 1987 nos dejó Jaco Pastorius, nos dejó sin su presencia inabarcable de arcángel ácido, nos dejó sin sus preciosas manos que recorrieran el diapasón con la prestancia de un amante insaciable. Nos dejó víctima de una golpiza a las afueras de un bar cualquiera, un día que inconscientemente buscó a la muerte fuera de los escenarios, ya sin el muro protector de la catarsis.
Un día que duele todavía, cuando la misteriosa negación alineada con el instinto, nos condujo a eludir el natural fenecimiento de las cosas; ahí aparece Jaco Pastorius, desde el centro de una llaga de luz pulsante, solo para advertirnos que la puerta por donde llegan los inmortales, permanece aún entreabierta.