• 26 de Abril del 2024

Ravel y la decadencia humana

Compuesto en 1919, La valse es un poema coreográfico del célebre músico francés Maurice Ravel (1875-1937), reconocido por ser uno de los grandes innovadores del siglo XX. Tras profundas cavilaciones, el autor concibió la idea de construir un vals de carácter sinfónico, que rindiera homenaje a la memoria de Johann Strauss (1825-1899), otro músico ilustre, que dedicó su vida a la creación de valses que, por su celebridad, hoy integran la memoria musical del mundo.

 

El arranque de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), transformó la idea inicial de Ravel, quien ya había compuesto sus Valses nobles y sentimentales, atraído por el influjo envolvente del género favorito de las cortes europeas del siglo XIX. La valse, aunque no perdió su contexto de homenaje, terminó convertida en una obra de 13 minutos, que indudablemente refleja, las tribulaciones bélicas de la humanidad en pleno siglo XX. Ravel, el compositor de las tonalidades y los cromatismos de vanguardia, concibió esta obra durante el invierno de 1919, efectuando un arduo trabajo que diera como resultado una grandilocuente composición para instrumentos de viento (viento-metal y viento-madera), percusiones y cuerdas. Pero ni a Strauss, quien gracias a los célebres valses se introdujo en la posteridad logrando conformar una narrativa musical de alcances afectuosos, ni tampoco a Chopin, quien incluso creó su propia concepción del vals, rebasando las fronteras de la nostalgia y el efectismo sonoro, se les habría ocurrido una idea tan descabellada: como crear un vals que al mismo tiempo, rindiera homenaje a la fastuosidad cortesana del género, que por otro lado, se transforma a paso temperamental, en una melodía de carácter sórdido. Todo lo anterior, como si en una mascarada aristocrática los participantes se retiraran el disfraz únicamente para mostrar el rostro putrefacto de una humanidad pervertida por los aires de la guerra.

Ravel, inició la orquestación de la obra el 31 de diciembre de 1919, concluyendo en marzo de 1920, presentándola en su versión para dos pianos ante el fundador de los Ballets Rusos, el director artístico Serguéi Diáguilev (1872-1929), quien afectado por la impactante metamorfosis de la obra, comentó a Ravel, que “aunque se trataba de una pieza maestra, no podía tratarse de un ballet, sino  más bien, una pintura de ballet”, lo que se dice, molestó enormemente al compositor francés, quien rompió al instante con Diáguilev. Pero la aventura con La valse continuó, y la obra se ejecutó por vez primera el 12 de diciembre de 1921, a cargo de la Orquesta Lamoureux. Sin embargo, fue hasta 1928 cuando La valse se ejecutó formalmente como ballet, lo anterior bajo la producción de la bailarina y coreógrafa Ida Rubinstein (1883-1960), quien estrenó el mismo año el famoso Bolero, en medio de un gran escándalo, motivado por la provocadora coreografía inserta en dicha obra.

Con o sin ballet, La valse se convirtió en un referente de la música orquestal de profundas motivaciones creativas que rebeló desde su estreno el espíritu voluntarioso de su autor, un hombre que al construir esta pieza sui generis, en realidad ejecutó un verdadero esperpento sinfónico, todo un espejo musical donde se reflejó, sin cortapisas; el carácter bárbaro de la Especie Humana. Tal vez La valse no se podría bailar en una fiesta de XV años o sus oscuros devaneos musicales tampoco gustarían en una recepción convocada por la burguesía, pero indudablemente La valse es una muestra bien acabada del  artesanal talante sinfónico de un genio como Maurice Ravel, una pieza maestra que de parsimonioso tono vienés, adquiere de pronto el irresistible matiz de un galopante apocalipsis, que el autor tradujo directamente de la barbarie: una armónica radiografía del siglo XX, con sus avances, inconsistencias y expansiva lucha por el poder inserto en una guerra que Ravel, supo denunciar con el talento de un médium escribiente.

La valse es en la música, lo que el Guernica de Pablo Picasso (1881-1973) en las artes plásticas o Madre coraje y sus hijos de Bertolt Brecht (1898-1956) en el teatro.  Las tres obras son en realidad profundos alegatos que por su rigor artístico lograron inscribirse en la memoria colectiva de la humanidad con el dejo indeleble de un atronador testimonio acerca de la brutalidad de nuestros tiempos.

Mientras que Guernica mostró la profunda devastación de un bombardeo, con el infaltable ingrediente de una revelación de profundo calado ético, Madre coraje de Brecht profundizó en el contradictorio espíritu humano para mostrar de modo magistral, las inconsecuencias de una guerra que banalizó el horror de la muerte y la desolación, tras el instinto de supervivencia. Con la avidez del genio que fue, Ravel en La valse logra catapultarnos hasta los palacios reales de Europa, en el frondoso siglo XIX. Todo pareciera acontecer, en un principio, dentro de un magistral salón de baile, donde los asistentes danzan afanosos un delicioso vals de inicial tono discreto, los instrumentos de viento y percusiones, se van unificando, desatando un pertinaz discurso armónico, cuya atronadora obstinación, deja atrás el espíritu parsimonioso del comienzo. La discreción torna en malévola sugerencia, la misma que se desplaza acremente por las disonancias, dejándose sentir tras la irrupción acompasada de las percusiones que parecieran ejemplificar el estallido de las bombas sobre las pequeñas aldeas de Europa.

La orquesta retorna en lo posible al apetecible vals del inicio, pero es arrebatada bruscamente por los estallidos, lo que posibilita la generación de una atmósfera de entera magnanimidad, una magnanimidad donde se percibe todavía la castidad del puro vals, entre el sabor de las arriesgadas armonías que el gran Ravel fabricara en pos del arte.

A través de la mirada de La valse, bien pudiera apreciarse el agridulce sabor de lo contemporáneo, con todas sus glorias desfilando a través de un dorado escaparate, que lo mismo exalta la magia de los descubrimientos, que el prestigioso oropel del arte. La pérdida de la inocencia aparece a la manera de repetidos estallidos, lo que inicialmente fuera una muestra del más puro afecto de las recepciones en palacio, con los nobles caballeros convidando a las gráciles damas a ejecutar un sempiterno baile juntos, pareciera convertirse en la transformación del Dr. Jekyll a Mr. Hyde, recordando la inmortal obra de Robert Louis Stevenson, donde el propio autor conduce a su personaje a destruir los linderos de la razón, al convertirse en un monstruo, permitiendo cuestionarse al mismo tiempo, las inconsistencias de la insoportable moral victoriana, que por un lado, privilegiaba la templanza pública ante los excesos, y por el otro resguardaba tras la hipocresía, el rostro pútrido del puritanismo con su accesoria degeneración.

La atmósfera cantábile de aquel delicioso vals, degenera también, al intercalarse con el aroma decadente de la primera modernidad. El homo sapiens logró vencer la gravedad para construir colosos de metal que surcarían los cielos a la búsqueda de nuevas realidades, pero la desmedida ambición, lo convirtió en un desafiante gambusino que derramó la sangre ajena en nombre del progreso.

También Ravel consiguió torcer la ortodoxia del viejo vals, para ofrecer un beligerante platillo a tres tiempos de hondo sabor sui generis, digno únicamente de los paladares más valientes, todo en nombre de la máxima creación artística, que a diferencia de la barbarie que el propio Ravel expone, sí retorna a su originaria forma humana.

El soberbio finale de La valse resulta tan inesperado como sorprendente, la orquesta, desde su arquetípico poderío fenomenológico, manifiesta el choque de trenes que simboliza la voluntad humana llevada al extremo de la violencia, juntos, los instrumentos de viento y la percusión, exaltan un cacofónico lance que arrebata el aliento.

La humanidad ha muerto al ritmo avasallante de la modernidad, y en la mente de augur del genio Ravel, probablemente, aparecieron las imágenes de un mundo sin personas, un mundo solitario, habitado tan solo por los vestigios monumentales de la civilización. Tal vez la soberbia Wall Street, acechada por las lianas de una jungla exaltada en el abandono.

La Estatua de la Libertad, presa del verdor de las enredaderas. La eminente Nueva York, hundida en la gloria fecunda de la pestilencia. Pero la música, la música insepulta, lista para ser reinterpretada, parafraseada, balbuceada siempre; desde la tierna heredad de la próxima civilización.