• 26 de Abril del 2024

La hora del perro

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Entre la calle Resurrección y la avenida Reforma existe una cerrada, de unos sesenta metros de largo, llamada Privada de Los Godos. Frente a ella uno puede transportarse en el tiempo, pues las doce casas que forman la calzada son de un estilo gótico que pinta de gris el paisaje.

 

Diría que al llegar me encontré en un lugar inexplorado. No había allí nada que me fuera familiar y, sin embargo, en el retrato que sostengo en una mano aparezco bajo alguna de aquellas puertas con horripilantes herrajes. Las construcciones del rededor son de arquitectura colonial, grandes edificios cubiertos de mosaico y balcones, con desagües superiores tallados en cantera. Y esto, querido lector, es lo que rompe con la pureza de aquellas otras casas de exquisito diseño.

Como si fuera un recorte horizontal de la antigua Normandía, las viviendas góticas se reparten en dos tantos de seis a cada lado de la calle. Para entrar es necesario cruzar una burda reja coronada por un rosetón y, adentro, o mejor dicho, detrás, la calma se mece con el viento que se pasea entre las hojas de los árboles. Todas las ventanas permanecen cerradas y desde afuera me siento parte de una postal a punto de ingresar al buzón del correo. Lo que si no parece de mentira, se lo digo yo, es el enorme mastín inglés que según mis cálculos anda sobre los cien kilos de peso y los setenta centímetros de alto. Su pelo es fino y brillante, de un color oscuro, pero no tanto como el negrísimo hocico por donde a dos flancos le escurre el pellejo de los cachetes. El guardián está elegantemente sentado, encajándome la luz de sus pupilas con la seguridad de quien se sabe suficiente, y sin darme cuenta voy dando pasos hacia atrás hasta toparme con un árbol al que algún aprendiz de la topiaria le ha esculpido una carita feliz.

Desde mi nueva ubicación puedo observar que ninguna de las casas en el fraccionamiento cuenta con cochera. No hay marcas de neumático en los bordillos ni manchas de aceite sobre los adoquines. Tampoco veo rampas o escalones, como si la privada hubiera sido construida a semejanza de una calle de la antigua Pompeya. Por fortuna, junto a mí descubro un puesto de aguas frescas de entre las que me llaman la atención la de chamoy con chile, la de horchata jarocha y la de mamey con pera. El medio día está derramándose sobre las sucias losetas y, pienso, es cosa de minutos el que comiencen a expeler sus vapores de orín. Pido la de fresa sin colar y voy a sentarme en una banca de forja pintada de verde. En el respaldo, un águila regordeta descansa sobre unos primorosos nopalitos que se me encajan en el riñón izquierdo.

A las doce treinta, el lord mastín levanta las trancas, estira las patas traseras y comienza ─en el mismo sentido de las manecillas del reloj─ un estudiado rondín por el frente de todas las viviendas. Sé que no es posible, pero, se lo cuento para no quedarme con las ganas, como si una música guiara sus pasos el cuadrúpedo se desplaza de costado moviendo las patas en bailarinas (esa figura del ballet que consiste en dar un paso lateral, cruzar un pie por delante, otro paso lateral y luego un cruce por detrás) hasta terminar con su recorrido. En este punto dejo el agua de fresa sin colar sobre la banca y me acerco para verificar que no me inventé lo anterior. Faltando cinco minutos para la una, el chucho londinense se pierde en una puertecilla abatible de la casa marcada con el número XII. Y me pregunto, ¿qué habría hecho usted en mi lugar, fino lector?

No cualquiera, y de la nada, se encuentra con una descolorida fotografía de uno mismo vestido con ropas extrañas y un peinado exótico, de modo que trepo por las florituras de la reja aprovechando la desaparición del perro guardián. En cuanto piso el otro lado me veo en camisa blanca de mangas abultadas, calzas rojas y un estrecho saco de terciopelo negro con bombas a la altura de los hombros. Menos mal, amable leyente, que no era una tosca armadura con casco y coraza, porque eso sí me habría petrificado del miedo. Quiero ubicar la puerta donde fue tomada la fotografía, pero todas son iguales. Una idéntica a la otra. Y lo peor es que yo sé que en aquella época no existía el daguerrotipo, ¿cómo es posible que me hayan retratado?

El silencio me aturde. A pesar de que al otro lado de la reja el ruido es cotidiano, en esta dimensión hay un vacío ensordecedor. El olor es una mezcla de óxido y madera. Aprecio el hermoso calado de piedra en las ventanas y entonces, atento lector, me encuentro con un segundo mastín de color cobrizo que se dirige al puesto de guardia. A cuatro patas me introduzco por la puerta enana de la casa número I y me llevo una sorpresa al descubrir que al otro lado no hay nada, lo que se dice, nada. Salgo y entro por la segunda puertecilla y así sucesivamente, pero todas las casas, o mejor dicho, todas las fachadas, son de mentira. El pelirrojo se aparta de su sitio para iniciar la ronda en bailarinas, que concluye con su ingreso en la casa marcada con el número XI, mientras echo carrera y vuelvo a saltar la reja.

El agua de fresa sin colar se ha puesto tibia. Bebo a sorbos rápidos y vuelvo a ser yo, cubierto por mi chorreado uniforme. Hay un tercer mastín sentado tras la reja en posición de custodia cuando el reloj que pende del palacio municipal anuncia las dos con tres minutos. Me acomodo en la banca de forja pintada de verde y los nopalitos vuelven a fastidiarme el riñón. El guardián emula el recorrido de su antecesor para luego esfumarse en la casa número X. Espero. A cada hora un vigilante distinto asoma por una puerta en orden descendente, se sienta detrás de los barrotes, reincide en el paseo y luego desaparece. Entonces cae la noche en los tibios acordes de una sonata. Pensará, interrogante lector, ¿de qué va todo esto? Aguardo la desaparición del guardia número ocho. Salto, mudo la vestimenta en forma automática y trepo a un abedul frente a la vivienda marcada con el número IV, de donde debe salir el noveno vigía a las ocho con un minuto. Lo veo instalarse en el puesto de resguardo y bajo para entrar.

Con la oscuridad la casa cobra vida. El mobiliario incluye arcas, atriles y aparadores de roble con ojivas y cruces. Hay una cátedra, una silla alta como las que he visto en la basílica, y su parte inferior tiene forma de cofre. El asiento se levanta y el respaldo va coronado por un dosel. Enseguida me encuentro con una galera con un tablero largo que sostienen dos cuerpos anillados. Y es curioso, inestimable lector, que de pronto una sensación cotidiana me ponga en contexto. Las habitaciones me son conocidas, la recámara por ejemplo, en la que me dirijo directamente al armario de doble hoja para hurgar. En la enorme cama, sitiada con escalón y cortinajes, una hermosa doncella me sonríe con aprecio. Su figura de vientre abultado y pechos generosos está cubierta por una sencilla túnica con sobrecota. ─¿Cómo has tardado tanto, amor mío? ─me dice. Y qué voz tan dulce, señor lector, la que sale de aquella boca diminuta.

Me veo en necesidad de hacer un alto en la narración, pues lo sucedido a partir de ese momento es tan íntimo y desenfrenado que puede ponerle a usted nervioso. Diré, por dejar constancia de alguna pista, que el ancho de la cama nos fue insuficiente. Hacía años que no lograba conciliar un sueño tan profundo y a la vez devastador.

Amanece entre la calle Resurrección y la avenida Reforma. El sol se desploma sobre la banca de pintada de verde, cuyos primorosos nopalitos me han dejado unos verdugones como sapos. Es hora de ponerme a trabajar y, por fortuna, el bote que contiene mis herramientas: escoba, pala y recogedor, permanece en su sitio. Debo insistir, amable lector, en que son los edificios con sus muñecos de mosaico, las palomas que infestan el viejo atrio y ese rancio olor que emana de las paredes, lo que rompe la esplendidez del paisaje. Pongo la mano sobre el bolsillo donde guardo el arrugado cartón. Un retrato en sepia me contiene, ahora lo veo claro, y si comienzo a barrer enseguida quedaré libre justo a la hora del perro.

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Twitter: @mldeles

 

De la Autora

He colaborado en el periódico Intolerancia con la columna "A cientos de kilómetros" y en la revista digital Insumisas con el Blog "Cómo te explico". Mis cuentos han sido publicados en las revistas Letras Raras, Almiar, Más Sana y Punto en Línea de la UNAM y antologados en “Basta 100 mujeres contra Violencia de género”, de la UAM Xochimilco y en “Mujeres al borde de un ataque de tinta”, de Duermevela, casa de alteración de hábitos.

He sido finalista del certamen nacional “Acapulco en su Tinta 2013”, ganadora del segundo lugar en el concurso “Mujeres en vida 2014” de la FFyL de la BUAP, obtuve mención narrativa en el “Certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores”, con sede en Zárate, Argentina y ganadora del primer lugar en el “Concurso de Crónica Al Cielo por Asalto 2017” de Fá Editorial.

He participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la SOGEM y de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.