El alma de piedra, de antiguos habitantes, destellos del valle de aguamieles, de espinas, de hombres y niños de bronce, yace en el palimpsesto del tiempo. Sacrificios al sol, y a los Dioses, sangre derramada en las alturas, para piedad de lluvias, las cosechas y la vida. Se fugan sonidos de flautas niñas y tambores guerreros anunciando batallas, y se acercan a mi tiempo de asfalto y montañas de concreto.
Las acequias nuevas reblandecen el subsuelo de mi historia y vienen hasta mí los recuerdos de la patria. Y perviven las voces, poesías, los gritos, pregones y el ritual de la muerte. En el corazón de Anáhuac, laten las pisadas que invaden con júbilo y esperanza de algo.
En mi plaza, centro de pasiones, de luchas, de encontrados destinos, de hombres de otro mundo, del nacimiento de mis nuevos hijos, se iza el manto, retablo de colores de identidad. Palacios de hechura ajena con manos de indio, de argamasa de culturas, testigos del trasiego del pasado, caen sus sombras que abrevan a los hombres nuevos, al transeúnte amante de mi historia. Entre callejones, violentas máquinas y murmullos zafios, se acurrucan almas de rumbos idénticos y porvenires discordantes.
Mi valle de acueductos, alamedas, templos de cruces y vírgenes piadosas, alimentado por el deseo infatigable del hombre, alcanzó los senderos lejanos de montañas y enramadas quietas. La hiedra de mis pasos con sus gritos sobre las cuerdas, el viento arrastra el asfalto y piedras de hormigón al infinito horizonte donde un sol llora porque no encuentra el ocaso para mí inevitable y desbordado cauce.
Soy el destino de sueños de viajeros, la Arcadia donde caben todos, donde uno más siempre encuentra espacio, aunque me fatigue por el peso de sus esperanzas. Son mis noches inquietud de madre por la sangre que bebo y los gritos que sorbo de los infortunados encuentros con la muerte; por los lamentos de familias de sus retoños arrebatados, por el crimen sinsentido de mujeres; por la violencia esparcida como el humo del copal; por el campo de batallas de poderes absurdos.
Pero canto mis odas por los hombres buenos, y de sus luces que en la penumbra de tragedias, extienden sus manos cuando la tierra oscila y las epidemias sacuden las conciencias y la muerte contempla el último hálito.
Celebro a los poetas, las palabras de elogio a mis calles viejas, nuevas; a los habitantes tercos que aman la urbe de pirámides, acequias sepultadas y ríos de cemento. Celebro las vidas dignas de los hombres y mujeres muertos, que con sus nombres adornan mi paisaje urbano. Celebro que tú, indomable habitante, me tengas en tus sueños, en el espejo de las eternidades, que aun con mis estados de ánimo de calor, aire y frío, locura de un día, no partas a donde sólo haya cierzo o vientos ardientes.
Aquí está esta tierra, de volcanes y leyendas, de tradiciones incansables y de fantasmas abnegados; la urbe dibujada con letras obstinadas y escrita por paisajes; la voz secreta de mis ríos sepultados y los murmullos escondidos de los tiempos.