• 29 de Marzo del 2024
TGP

Argonautas del siglo XXI

Embotellamiento / 8moments/Pixabay

 

Los músicos con sus trajes naranja y lila, volvieron a tocar y los danzantes, en grandes pompas, lentamente se alejaron por la calle

 

Márcia Batista Ramos

En medio de un congestionamiento surrealista y caótico en la urbe alteña, intentando salir de la ciudad sede de gobierno de Bolivia, miraba, desde el asiento del acompañante, los tres carriles apiñados de minibuses parados, esperando para llenarse de pasajeros, desde el carril que se movía tan lento como una boa digiriendo un toro, porque en el cruce un camión viejo repleto de personas, se tranco al tentar pasar en semáforo rojo y sin poder andar ni atrás, ni adelante, cortaba el paso del único carril que no tenía minibuses parados.

Teníamos las ventanillas cerradas, para no dejar escapar la refrigeración, escuchaba los sonidos de afuera y me sentía en zozobra entre tantos bocinazos, voceadores –gritando el trayecto de cada minibús a voz en cuello–, transeúntes buscando un espacio para cruzar la avenida, vendedores ambulantes de todo lo humanamente imaginable, bajo el sol del mediodía.

Yo soy una persona que tiene profundo apego al silencio, entonces, realmente, en aquellos momentos, me sentía como un argonauta, navegando por el ruidoso altiplano paceño. Miraba en el ornato público todas las cosas feas y rotas que los manifestantes lugareños, en distintas ocasiones, destrozaron demostrando que no tenían ni un ápice de sentido común.

Cada minibús que se llenaba quería salir de su carril, cortando por la derecha a la fila indiana del único carril en supuesto movimiento, casi raspando las movilidades en marcha lenta, siempre frenaban a escasos centímetros antes del choque.

Yo miraba las aceras, convertidas en colorido mercado, donde los vendedores dejaban casi nada de espacio para los transeúntes que, por prisa y sin tiempo para respirar, caminaban entre los autos en una especie de ritual, ofrendando sus vidas.

Lo bueno era el color del cielo, que siempre es más puro en el altiplano; y no se veían nubes en el cielo iridiscente que hería la vista, la nublaba si uno miraba directamente por mucho tiempo.

Mi esposo estaba al volante, yo sabía que estaba estresado, reclamaba la falta de autoridad para hacer que se cumplan las leyes en el país. Yo no sabía qué contestarle, para no caldear más el fuego e irritarlo más, ante la precariedad del ordenamiento vial.

Un microbús intentó cortarnos por la derecha y frenó muy cerca de mi puerta, mientras mi esposo me preguntó si yo vi que el transportista no utilizó luces de señalización. Sí, vi. Tuve miedo que nos chocara.

Esos terribles minibuses, de industria china, tienen puertas para pasajeros en el lado izquierdo y derecho, los choferes abren las dos puertas y las personas van subiendo a lo largo de la avenida de forma desordenada, indiferentemente por los dos lados.

Vi las cholas con sus polleras elegantes frotándose en nuestra camioneta para poder abordar un minibús. Comenté que era bonita su pollera y que era una pena que hubiera tanta gente y que se frotara en la camioneta, —a lo que mi esposo respondió sin sacar la mirada del camino— que por lo menos, limpió un poco el polvo acumulado del último viaje.

Los minutos en el embotellamiento tenían más segundos que lo normal. Así que, la angustia iba en crecimiento, proporcional al tiempo que transcurría a cuentagotas, observando los dramas en el teatro al aire libre, en la Avenida 6 de Marzo de la ciudad más joven de Bolivia.

Miré a la izquierda para una bocacalle y vi una banda y un centenar de personas bailando, por algún preste católico y comprendí porque no se movía el carril que, supuestamente estaba expedito. Escuché la diana, todos pararon de bailar y tomaron cerveza en plena calle, mientras las movilidades esperaban. Comenté, sobre el supuesto caso, de que si apareciera una ambulancia… Mi esposo con la voz desesperanzada, contestó que “estarían fregados”. Añadió, que “cuántos ya murieron así, los pasantes de las fiestas, son tan despiadados cuanto los bloqueadores no otorgan ninguna importancia a la vida, peor si es ajena”.

Los músicos con sus trajes naranja y lila, volvieron a tocar y los danzantes, en grandes pompas, lentamente se alejaron por la calle, despejando el cruzamiento. En su camino iban soltando petardos, con sus caras transfiguradas por la alegría y la cerveza, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas, sin importarles el trastorno causado a su paso, ni los minutos que robaban a la vida de todos los infortunados que estábamos en su camino.

Apenas pasamos el cruce y estuvimos parados, otra vez. No sabíamos si se trataba de otro preste, otro camión o qué diablos era lo que no permitía que el supuesto carril expedito siguiera su marcha.

En mí agonía, silenciosa como una piedra, descalcé mis botas. Mi esposo me preguntó si yo sentía calor, le dije que no. “Es pura ansiedad”, completé. Tratando de consolarme, él dijo que faltaba poco para salir de la avenida y entrar a la carretera y por suerte no era domingo ni jueves, pues en esos días hay feria y el terror se multiplica exponencialmente, por la afluencia de comerciantes y compradores que vienen de todas las partes, hasta de Perú.

Desconsolada miré a un segundo piso de un edificio muy colorido, cuando vi por una ventana abierta una cabeza de elefante de estuco y una de delfín en tamaños gigantescos, pendiendo del techo como parte de la grotesca construcción…

¡No podía creer! Describí, para mi esposo, tomada por el asombro, todo lo que estaba viendo, en el extravagante techo, a lo que mi esposo respondió con una sonrisa, “qué esperabas, si tienen tanto dinero cuanto mal gusto, para ellos es glamuroso”. Al escuchar su explicación, empecé a sonreír sin despegar la mirada de la ventana abierta del segundo piso del edificio colorido. Tal vez, esperando ver algo más fenomenal que ocultaban dentro, no lo sabía, pero esperaba ver algo más, después de todo. Hasta que avanzamos lentamente y dejé atrás el edificio mágico e irreal con cabezas de elefantes y delfines en el techo que tenía en el centro, una gran araña de cristal.

Los bocinazos y desmandes de los choferes en la avenida seguían, naturalmente mezclados con los transeúntes, los perros callejeros, el asfalto reblandecido y con la eternidad para avanzar una cuadra; entretejiendo un mundo improvisado dentro de otro mundo no mucho más organizado. Un espectáculo multicolor, bullicioso en medio de la gran desazón generalizada, causada por los múltiples problemas que presenta el país que no logra despegar y busca por muchos medios, justificativas para su propio subdesarrollo. 

Todo nos parecía absurdo, alocado, irracional y fuera de toda lógica, pero yo seguía impactada por los delfines y elefantes en el interior del edificio, entonces, empecé a poner atención a todos los edificios de la ecléctica arquitectura andina, que hace una curiosa amalgama entre lo cholo y el chalet, en la urbe alteña, teniendo como resultado el cholet; curiosa denominación que reciben los edificios pertenecientes a un estilo arquitectónico andino desarrollado en El Alto. El término fue originado por la combinación de las palabras "cholo" y “chalet”, en representación del éxito del propietario y del nacimiento de la nueva burguesía aimara.

Lo que pasaba, es que los cholets siempre estuvieron en el mismo lugar y nunca me importaron, por el contrario, me parecían construcciones alegres adornando la sobriedad del paisaje. Pero después de ver la fauna colgando del techo; después de haberme ahogando con la visión, sin poder imaginarme la sensación de estar en un lugar así, empecé, inmediatamente, a querer divisar la intimidad ajena, mirando al interior de toda ventana que veía abierta en espera de encontrar algo más soberbio que lo anterior.

Así que, los próximos minutos infinitos, los pasé escudriñando la existencia ajena, con curiosidad febril y olvidando la precariedad mezclada con el polvo, las jardineras rotas, donde alguna flor enmohecida insistía en brillar. Ya no puse atención a las elegantes polleras, con sombreros apresurados y un hijo colgado a la espalda como una especie de sortilegio que adivina la repetición del cosmos por los siglos de los siglos.

Hasta que logramos recorrer, al término de dos horas, los escasos 40 km. que nos separaban de la carretera que nos llevaría a nuestro destino. Pudimos, aliviados, divisar la geografía del altiplano y respirar desahogados, admirando el hermoso paisaje mezclado con el esmaltado cielo azul. Era como haber navegado, con todas las peripecias del caso, desde Págasas hasta la Cólquide, como argonautas del siglo XXI.

***

Márcia Batista Ramos, brasileña, licenciada en Filosofía. Radica en Bolivia. Gestora cultural, escritora y crítica literaria. Publicó Mi Ángel y Yo; La Muñeca Dolly; Consideraciones sobre la vida y los cuernos; Patty Barrón De Flores: La Mujer Chuquisaqueña Progresista Del Siglo XX; Tengo Prisa Por Vivir; Escala de Grises – Primer Movimiento; Antología Escritoras Cruceñas, Caballero Reck & Batista (2020); Antología Escritoras Contemporáneas Bolivianas, Caballero, Decker & Batista. Bolivia (2020). Participó con ensayos en diversas antologías además tiene publicados: Cuento: Un Viaje en carnaval, en la antología “BOLIVIA La versión de escritores extranjeros” Homero Carvalho Oliva (2020); Cuento: Un Hombre Común, en “Honduras como Epicentro - Antología Mundial de Escritores en Cuarentena”, Chaco de La Pitoreta (2020); Antología “Compendio Literario pro Casa Melchor Pinto”, Colectivo Poético; Bolivia (2020); “BREVIRUS Antología de minificciones”, Lilian Elphick Latorre. Revista Brevilla, Santiago de Chile (2020).