• 27 de Diciembre del 2024

La Ciudad Sitiada

Paramédicos / YouTube/Marca Claro

 

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.

Albert Camus (La peste)

 

Haya paz dentro de tus muros, y prosperidad en tus palacios.

Salmos 122:7

Luis Martín Quiñones

Troya vivió diez años bajo sitio griego. El Caballo de Troya se introdujo sigiloso, hasta el corazón de la ciudad, bajo el engaño y la astucia del enemigo.  Hoy, el enemigo, el Covid-19, ha entrado a nuestra ciudad y nos ha sitiado sin clemencia alguna. El Caballo de Troya y el jinete del Apocalipsis han cruzado las murallas.

Tenochtitlan fue sitiada por los españoles, pero no fue el hambre el que aniquiló a Cuitláhuac y a su pueblo: fue la peste. La viruela encontró sin escudo inmunológico a los pobladores de la gran ciudad del imperio Mexica matando a un tercio de la población.

Las murallas se hicieron para que fueran traspasadas. Así cayeron Constantinopla y Numancia.

Camus, nos narra lo que hoy vivimos. En La peste (publicada en 1947), Orán es la ciudad argelina que vive días terribles cuando las ratas dispersan la Peste bubónica, creando una crisis existencialista donde lo cotidiano no lo es más. Lo absurdo, sucede. La ciudad entra en cuarentena y deja ver la fragilidad humana, la superstición, el miedo y, al final, la solidaridad. Hoy en el mundo cada país tiene una Orán en sus manos.

Hoy, el coronavirus de Wuhan, ha dejado sus fronteras para explorar nuevos mundos, derribando murallas sin distinguir el poder de una nación. Y encontró al nuestro. El mal ha llegado a nuestras fronteras, las ha cruzado, invisible, imperceptible, eficaz, para amenazar nuestro pequeño mundo. Un mundo de por sí ya herido donde creíamos que el enemigo estaba dentro.

Nos ha sitiado en nuestras casas, en un rincón de un mundo que creíamos perdido. De repente nos dimos cuenta que existía algo llamado hogar y que habíamos abandonado por lo menos en su concepto: hay que estar en casa, aún sea para no hacer nada. ¿Ahora que hago, si ya vi las noticias, la red social, ya comí, ya me dormí para olvidarme de la realidad? Nada, no voy a hacer nada. Descubrimos que también la nada existe.

Pero existe un aislamiento que se encumbra más allá del físico: el espiritual. La de los enfermos en el limbo que no pueden ver a sus seres queridos ni recibir la caricia de la mano querida que anima, o el consuelo para el último aliento. Es ahí, donde la paz dentro de nuestros muros existenciales son el último recinto que puede dar fortaleza.

Como a Cuitláhuac, la viruela moderna, nos agarró sin defensas. Ni los remedios caseros ni los escapularios presidenciales nos podrán ayudar. Aunque aún son pocos los muertos, una vida aún no se convierte en estadística. Y para no convertirnos en números macabros, estar sitiado nos conviene: no queremos ser los próximos. Sin embargo, a pesar de las restricciones, hay muchos que tenemos que salir, como en la antigüedad, a buscar el sustento, dinero y comida salvaguardando la familia. Pero la economía se ha detenido, el terror va ganando terreno y no sabemos qué pasará el día de mañana. Despidos de empleados y negocios cerrados, quizás para siempre, se han convertido en un mal sueño.

La modernidad desolada de las grandes avenidas nos regresó al pasado, si no a uno mejor, sí a uno con menos tráfico. Las calles nos recuerdan tal vez a una avenida un miércoles de 1960 o un día festivo de los 70 cuando habían 5 a 6 millones de habitantes en la llamada Ciudad de México, la capital, como le decíamos. Es bueno regresar al pasado, aunque sea por miedo.

Nuestra Orán, como la de Camus, vive de la esperanza, pero también de la ciencia que trata de encontrar la vacuna y el tratamiento. Mientras tanto, el cerco solitario es el único que nos puede mantener a salvo.

Nuestras murallas del pensamiento han caído. Nuestra concepción del mundo ha cambiado. La peste nos ha vuelto a la realidad: somos mortales. El autoengaño social nos ha encumbrado a un aislamiento mental digital. Y nos ha hecho sentir que somos infinitos. La egoteca en Instagram nos hará eternos; Facebook, grandes pensadores para dejar la herencia de nuestro “pensamiento”; la inmediatez del mundo, dioses.

Sin murallas, la realidad nos ha golpeado para quedarnos en el último recinto: nuestra casa, quizás, para replantear nuestra simple mortalidad.