• 12 de Diciembre del 2024
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Infieles difuntos, un cuento de Día de Muertos

Dia de Muertos México / Facebook/TurismoRomitaGTO

 

José Luis Peregrina Solís

 

Pensó vagamente en su matrimonio sin hijos, en Abel, su esposo muerto muy joven en servicio

 

 

Eran los lluviosos días de otoño. El frío nocturno, que siempre había disfrutado, ahora tenía un efecto extraño en Isabel: le dejaba la sensación de no alcanzar el sueño profundo. Se pasaba las horas en duermevela y andaba toda la jornada diurna como si no tocara suelo. La noche anterior había sido así.

Durante el día se atareó en sus quehaceres domésticos y, ya cerca de la medianoche, se acostó en la cama y comenzó a hojear distraídamente el periódico. Una inmensa foto en la portada mostraba en primer plano los macizos de flores de los vendedores a la entrada del panteón. Era 2 de noviembre, Día de Muertos.

Se abstrajo tanto en el amarillo, el naranja, el rojo, el verde de las plantas, que de repente le llegó al olfato el olor penetrante de los cempasúchiles y, un poco más tenue, el de la Mano de León. Le sorprendió el hecho, pero lo minimizó, pensando que era una ilusión de su cerebro insomne.

Siguió leyendo. Unas 60 mil personas visitarían durante el día los camposantos locales. No estaría entre ellas. Pensó vagamente en su matrimonio sin hijos, en Abel, su esposo muerto muy joven en servicio, hacía ya casi 25 años. No recordaba ni el sitio de la tumba. La última vez que fue se perdió entre los vericuetos del cementerio y dio por concluido el asunto.

Hizo a un lado sus pensamientos sacudiendo la cabeza y volvió a la lectura del diario. Pasó una página y otra página, pero nada de lo que leía le interesaba. En cambio, le llamaron la atención algunos anuncios. Vio el de una zapatería y, con mayor intensidad que antes, le llegó a la nariz el tufo a calzado nuevo.

—¡Bueno! — se dijo— esto ya es inaceptable—. Seguramente era su mal dormir, su falta de sueño. Aun así, quiso probar. Cerró los ojos y pasó los dedos sobre la imagen del par de zapatos masculinos. Lenta, pero claramente, fue sintiendo el aterciopelado de la gamuza, nuevamente el olor a cuero.

Inquieta y no, dio vuelta a la página. El desplegado a doble plana de una mueblería inundó la habitación con olor a caoba, cedro, pino. Pasó los dedos sobre las páginas lustrosas, los retiró, los frotó unos contra otros y los encontró pegajosos; se los llevó a la nariz y corroboró: era resina. ¡No lo podía creer!

—¡Hacía ya tanto tiempo…!

Al aventar el periódico sobre la cama vio desprenderse de la portada algunas olorosas hojitas de cempasúchil. Las recogió, las estrujó, las olió y tomó su decisión. Se acomodó la bata, se atusó el pelo, se dio un vistazo rápido en el espejo —se encontró pasablemente guapa a sus 50-, abandonó la recámara y se dirigió a la sala, donde tenía su altar de muertos.

Desde una foto antigua —sepia por el tiempo—, la miraba de cuerpo entero el joven militar que había sido su marido. A la débil cintilación de la luz de las veladoras tomó el retrato, se acomodó en el sofá y cerró los ojos. Acarició sutilmente la superficie de la imagen y, poco a poco, muy tenuemente al principio, le fue llegando el olor a colonia del extinto. Comenzó a percibir en las yemas de los dedos la suavidad del rostro, la sedosidad del cabello, las callosidades de las manos.

Palpó la urdimbre del uniforme al extender sus exploraciones por el tórax, los brazos y las piernas; se demoró en la palpitante tibieza de la ingle…

Súbitamente, una garra se apoderó de su pecho.

Sorprendida, abrió los ojos y rompió el hechizo: para ella y para él. Aunque reconocible, Abel encontró a su exmujer vieja y ajada, sin encantos. Retiró lentamente la mano de su seno, lanzó una mirada de circunstancia a la sala, al altar de muertos, a la foto que sostenía la mujer y comprendió de golpe.

Una frase alcanzó a escupir el miliciano:

—Igualita a tu madre. ¡Bruja!

Ella, iracunda, rompió el retrato.

Y Abel se disipó en el aire.