La chilanga banda se deja ver en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris. Solo, con dos liras, una armónica y, sobre todo, su voz, todas las voces de Jaime se reúnen para festejar al 69 —que siempre, por donde se le mire, será mejor que 68— en la ciudad, frontera de todos los bienes.
El corazón de cacto se ilumina con las primeras notas alusivas a una hechicera, quien de plano le pide al artista adelantar el célebre tema versionado por los tacvbos, con un arreglo en el que caben un mequetrefe, el malafacha y otros bichos, bailando tibiri tabara.
El escenario se va llenando poco a poco con los personajes que Jaime López ha ido compartiendo a lo largo de los años, de sus cambios de domicilio, de su chilangués a prueba de todo: “Nena haz patria, ama a un chilango”. El músico tamaulipeco, juarense, norteño de Coyoacán, no deja de construir castillos en el viento, aunque muchas veces tenga que hacerle al faquir de bonzo.
Nuestro amor es ese gato muerto en el baldío, le recuerda a una morra que camina por la primera calle de la Soledad, atrás de Palacio Nacional, quien se va desmoronando en la pared, con alma de tabique, a la orilla de la carretera.
Con su lira, Jaime muestra su infinita capacidad de pasar de un blues a un son, de una redova a un bolero, de una cumbia a un rockcito, sin inmutarse. Es tan poco el amor, que ya nadie da por nada su corazón, sin embargo, vale la pena al pensar en toda la extensión de la palabra amor.
Jaime hace una pausa para recordar a Roberto González, su camarada en la época de las Sesiones con “Etilia”, dice, y canta una versión rockera del clásico “El Huerto”, contenida en uno de sus primeros discos.
Ahí va Jaime. Del sonido nasal de las cumbias a lo grave de su voz cuando canta “Tengo la edad del rock & roll”. Los escuchas también van recorriendo el sountrack de sus propias vidas, en el momento que Jaime llegó a sus ellas.
No todos conocían todo el repertorio. Jaime es tan basto y extremoso como el país que ha sabido recrear en sus rolas. Pero en el Teatro de la Ciudad había algunas fans dispuestas a todo por él, les dedicó una rola que estaba en añejamiento: “Adiós a los dioses”.
El sonido de unas botellas estrellándose en el suelo hacen evocar a la concurrencia todas las veces que, en su juventud, se vieron sentados con su caguama en la banqueta. Efectivamente, un asistente disfrutaba de sus bebidas mientras escuchaba a Jaime, pero se descuidó y lo cacharon. “Pues, ustedes me dejaron entrar, así es que no veo por qué se ponen así”, protesta.
Mientras personal de seguridad lo acompaña con amabilidad a la salida, Jaime ajeno a todo aquello comienza a cantar: “Sácalo, sácalo, antes de que nos lleve el diablo”. La gente corea como si todos se hubieran puesto de acuerdo para despedir al enojado bebedor.
Luego de más de dos horas, “Ay Inés” sale a relucir a petición del respetable. Festeja la interpretación de Jaime de todos los días, de todos los tiempos, de todas las voces, quien se despide con la terapéutica “Óyeme-Me siento bien, pero me siento mal”. Luego se lanza al vacío para celebrar sus 69 y afuera del teatro llueve.