En el mundo globalizado, caracterizado por la aceleración del tiempo y la rapidez de los nuevos medios de comunicación, no es normal que envíen una carta en un sobre, como lo hacían en el tiempo de mi bisabuela Ontilinia. Por eso, la misiva en papel es una especie de frío en el estómago, como una bala, que se aloja en el vientre y hace que se desangre de apoco. El primer impacto trae la conciencia de cómo pasa el tiempo, que de pronto son años sin palabras, en silencio. El segundo impacto se adentra en los recuerdos y abre una puerta al pasado; el cruce tiene muchas sendas y, en cada incursión, el trayecto elegido es siempre muy distinto. Después, no existen palabras que puedan volver a unir. Ya nada costura aquello que se rompió con la distancia y el tiempo, cuando unos abandonaron su lugar para ir a hacer historia en un no-lugar, eternamente, desconocido para los que se quedaron en su terreno y ajeno al que se fue.
No queda otra que tomar una bocanada del aire frígido que envuelve la noche altiplánica para tomar conciencia sobre la vida que es apenas el acúmulo de la perdida y del abandono de lugares y de personas. Al final, siempre somos pasajeros en tránsito para otro lugar. Entonces, dejo que las palabras fluyan del papel, que se alojen en mi retina y dejen a mi mente saber quien murió.