• 05 de Diciembre del 2024
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Constructivismo social, género, masculinidad hegemónica y gimnasios

El constructivismo social, movimiento iniciado por Kenneth Gergen en 1970 (Magnabosco, 2014), refiere que los significados surgen del intercambio social y del diálogo, por lo que prioriza atender el cómo se gestan los significados a través de la interacción comunitaria, el modo en que esos significados son el resultado de las interpretaciones que hacen los diferentes actores en torno a cierta situación y el papel que juegan las relaciones de poder en tales aspectos, lo que hace de los desbalances de poder, las alianzas y las negociaciones discursivas sobre cómo denominar los problemas, parte del análisis (López, 2011).

 

En cuanto a sexualidad y género, el constructivismo se enfoca en la subjetividad y las relaciones humanas, razón por la cual los comportamientos y los significados que las personas atribuyen a éstos varían según sea la cultura que se considere. En sintonía con este enfoque, la sexualidad es, principalmente, una construcción sociocultural que cambia a la par de las circunstancias históricas, sociales, económicas, etcétera. Dentro de este marco, Freud consideraba que tanto la masculinidad como la feminidad son "puntos de llegada", en tanto que nadie está constituido, desde un inicio, como sujetos sexuados, en virtud de que la sexuación es un producto histórico derivado de las relaciones que el ser humano entabla con sus semejantes desde su nacimiento y, aún antes, por el deseo y las expectativas de sus padres, los que, a su vez, provienen de otra historia y así sucesivamente (Tubert, 2003).

El género se estableció, originalmente, como un esquema para categorizar socialmente a los individuos, con el propósito de describir sus características en cuanto seres masculinos o femeninos. Pero derivado de cuantiosos estudios e instrumentos de medición con los que se pretendía medir niveles de una y otra categoría, se descubrió, involuntariamente, que la feminidad y la masculinidad podían coexistir en una misma persona, por lo que resultaba imposible seguir concibiendo estas categorías como absolutas. Así, resultaba más pertinente aludir a tipos de feminidad o de masculinidad.

El concepto de género surgió en los años 70 del siglo pasado como baluarte de la crítica feminista, para contrarrestar las explicaciones que han servido, históricamente, para justificar la discriminación contra las mujeres, basadas en las diferencias entre mujeres y hombres. Se llegó así a una alternativa diferente: la discriminación contra las mujeres no puede justificarse en términos biológicos, pero sí puede explicarse en función de una herramienta analítica denominada sistema patriarcal, que enfatiza la asimetría presente en las relaciones de género de distintas sociedades a través del tiempo.

Por su parte, Rubin propuso, en el año 1986 (citado por Álvarez, Camacho, Martínez, Solano, Rodríguez y López, 2017), el concepto de “sistema sexo/género”, que, desde una visión más antropológica–estructuralista, apunta a las formas en que una sociedad se organiza para transformar la sexualidad biológica en productos de actividad humana, apoyándose en distintas culturas, pero sobre todo en la opresión y la subordinación de las mujeres.

Asimismo, el género puede entenderse como una relación jerárquica que involucra la dominación masculina sobre las mujeres y otros hombres, teniendo primacía su carácter relacional y la presencia de múltiples feminidades y masculinidades. Cabe agregar que, de lo anterior, se deriva el concepto de masculinidad hegemónica: forma de dominación ejercida sobre las mujeres y otros hombres cuyas masculinidades se considerarían, en términos jerárquicos, inferiores a ésta.

Así pues, la identidad masculina es un fenómeno complejo y multivalente, que forma parte de un proceso continuo, temporal y situacional, que se recrea constantemente en las prácticas socioculturales en las que los hombres participan, reajustándose y resignificándose a lo largo de toda su vida (Salguero, 2013), además de implicar muchas contradicciones que no solo se refieren a la masculinidad misma, sino también a los cuerpos masculinos.

Según Salguero (2013), se aprende a ser hombre o mujer desde el nacimiento, conformando una identidad que refleja la fuerza de esta construcción, así como también la inconsciencia que conlleva. Siguiendo a este mismo autor, afirma que el género se presenta como algo natural cuando, de hecho, ha sido “naturalizado”, caracterizándose por ser parte de la identidad del ser humano, por estar integrado al resto de los atributos que lo conforman en lo individual y social y que, con todo y sus patrones culturales predominantes, evoluciona a través del tiempo.

Con el apoyo de Jociles (2001), se puede vincular los planteamientos más importantes del constructivismo social con los temas de género y masculinidad hegemónica por medio de las siguientes proposiciones:

  1. Sin estar determinadas biológica y/o psicológicamente, las masculinidades se conciben como prácticas y representaciones sociales con las que, usualmente, se justifica la dominación del hombre, por lo que puede definírseles como el conjunto de conductas, símbolos, ideas, valores y normas comportamentales generadas en relación con la diferencia sexual de los varones.
  2. Considerándose que toda concepción de masculinidad tiene consecuencias políticas, económicas, laborales, entre otras, para hombres y mujeres, implicando relaciones de poder en las que los hombres ocupan siempre una posición dominante, lo que tarde o temprano provoca alguna clase de conflicto, un concepto muy utilizado por los Men's Studies y el feminismo es el de dividendo patriarcal, es decir, los beneficios que, directa e indirectamente, las masculinidades no patriarcales extraen debido a que la masculinidad hegemónica sea, justamente, la patriarcal.
  3. Aunque en toda sociedad haya una concepción hegemónica de masculinidad, eso no significa que dicha concepción sea sustentada por los hombres socialmente más poderosos, aun cuando tengan los medios para encarnar lo más posible lo predicado por esa concepción. Ciertamente, el modelo hegemónico de masculinidad puede resultar irrealizable para la mayoría de los hombres. De ahí la importancia de atender a otras concepciones que conviven y se interrelacionan con este modelo, particularmente, porque una concepción que no es hegemónica en cierto momento puede serlo en otro momento, convirtiéndose en punto de referencia para las demás.
  4. La comprensión de las masculinidades requiere conocer no solo cómo los hombres se definen en contraste con las mujeres, niños y otros hombres, sino también atendiendo a las condiciones sociales, económicas, políticas, etc. que viven dentro de una sociedad concreta.
  5. Los varones tienden a buscar, individual o colectivamente, símbolos que denoten virilidad, tales como musculatura, éxito económico, poder, etcétera, por lo que muchos estudios analizan qué símbolos son los que se procura acumular, qué pruebas deben superarse, qué papel juegan los otros hombres en el reconocimiento de la virilidad, entre otros aspectos. Campos (2007) explica, de hecho, que en cada sociedad se encuentran los denominados “marcadores de virilidad”: pruebas o desafíos que los hombres deben cumplir para medir su hombría, cuya naturaleza y criterios de aprobación dependerán de lo que cada cultura establezca en determinada época.
  6. El constructivismo social niega la fundamentación biológica y/o psicológica de la masculinidad: “los hombres no nacen con masculinidad como parte de su composición genética; más bien es algo en lo que están aculturados y que está compuesto de códigos sociales de conducta que aprenden a reproducir de manera culturalmente apropiada” (Beynon, 2002, citado por Romero, 2021, p. 2). No obstante, lo anterior, el constructivismo social reconoce que dicha fundamentación existe para los actores sociales, porque éstos tienden a naturalizar la masculinidad, ya que sirve para legitimar, de manera más o menos encubierta, su posición dominante en la estructura social.

Habiendo mencionado que el constructivismo social se ocupa, grosso modo, de los significados que surgen de la interacción comunitaria (López, 2011), resulta importante conceptualizar los espacios sociales donde se desenvuelve la actividad de algunos sujetos. En este caso, pongamos como ejemplo los gimnasios, ya que, además de ser espacios institucionalizados a donde la gente acude a ejercitarse, según Sossa (2015, p. 146), representan también espacios especializados que operan según una normatividad propia, la cual los transforma en “(…) lugar(es) instrumental(es) y a la vez en (…) sitio(s) con características especiales”.

Siguiendo con el ejemplo en cuestión, según Sossa (2015), los gimnasios están relativamente separados de la realidad cotidiana, lo que posibilita que, en su interior, se forme una lógica caracterizada por la colaboración y la vigilancia mutua entre los usuarios, especialmente entre los que asisten con regularidad, quienes se animan unos a otros, mientras se observan de manera más o menos discrecional, al mismo tiempo que se sirven de los demás, señalándolos como buenos o malos ejemplos en relación con el entrenamiento, a fin de seguir motivándose entre sí.

Estas actividades pueden conceptualizarse como un modo de ser y de percibir, un estado mental o, incluso, “(…) un ámbito de experiencia humana determinado por la actitud con la que se lleva a cabo una acción” (Sossa, 2015, p. 146). Obviamente, la unidad básica de esta lógica gimnástica (o “cultura de gimnasio”) es el entrenamiento, el cual se erige como instrumento para lograr los objetivos que el usuario se proponga (tal y como puede leerse, algunas veces, en los posters motivacionales que se encuentran pegados en las paredes de los gimnasios).

El autor referido se cuestiona: ¿el cuerpo se ejercita y transforma sometiéndose a un régimen impuesto desde fuera tal y como lo expresara alguna vez Michel Foucault (en Vigilar y castigar, de 1975)? La respuesta del autor es que: en parte nada más, porque la disposición de entrenar y el esfuerzo que los usuarios invierten son programados (y pensados) por ellos mismos, partiendo de sus intereses y adhiriéndose a su régimen voluntariamente. Sin embargo, refiriéndose a los gimnasios como “fábricas” o “templos” donde se modelan y, en cierto modo, se controlan los cuerpos, Martínez (2014, p. 85) hace una descripción que contrasta (¿y/o complementa?) lo afirmado por Sossa (2015), a saber:
“(…) los sujetos descargan su energía, estrés, ansiedad y violencia emocional del día a día, se crea una disciplina a seguir, que se vuelve obligatoria y se aleja del ocio (…) se realizan movimientos repetitivos para muchos aburridos, se consumen productos promocionados desde diferentes empresas o se siguen los patrones impuestos por la sociedad en relación con el cuerpo”.

Es el mismo Sossa (2015, p. 149) quien señala que la forma física y el empeño que los usuarios demuestran en sus entrenamientos dentro de un gimnasio son señales de estatus o “(…) signos morales que hablan por la persona”; de tal suerte que, el esfuerzo, la fuerza de voluntad y la dedicación exhibidos al realizar ejercicio y asistir todos los días a esa “fábrica” o “templo” de moldeamiento físico son cualidades que el resto de los usuarios normalmente reconocerán, cualidades que generarán, tarde o temprano, diferenciaciones e, incluso, ciertos privilegios dentro del gimnasio.

Referencias

Magnabosco Marra, M. (2014). El Construccionismo Social como abordaje teórico para la comprensión del abuso sexual. Revista de Psicología, 32(2), Pp. 220 – 242. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=337832618002
López Rodríguez, S. (2011). ¿Cuáles son los marcos interpretativos de la violencia de género en España? En Revista española de ciencia política, 25, Pp. 11 – 30. https://www.Dialnet-CualesSonLosMarcosInterpretativosDeLaViolenciaDeGe-3980449
Tubert, S. (2003). ¿Psicoanálisis y género? En S. Tubert (Ed.). Del sexo al género (pp. 359-403). Madrid: Ediciones Cátedra.
Álvarez – Gayou – Jurgenson, J. L., Camacho y López, S. M., Martínez Campos, J. F., Solano, G., Rodríguez Segura, E. & López Ugalde, J. A. (2017). Una visión constructivista en los estudios de género. Xikua, 5(10). https://www.uaeh.edu.mx/scige/boletin/tlahuelilpan/n10/index.html
Salguero Velázquez, M. A. (2013). Masculinidad como configuración dinámica de identidades. En J. C Ramírez Rodríguez y J. C. Cervantes (Eds.), Los hombres en México: Veredas recorridas y por andar. Una mirada a los estudios de género de los hombres, las masculinidades (pp. 37 – 52). México: Universidad de Guadalajara – CUCEAAMEGH, A.C.
Jociles Rubio, M. J. (2001). El estudio sobre las masculinidades. Panorámica general. Gaceta de antropología, 17(27). http://hdl.handle.net/10481/7487
Campos Guadamuz, A. (2007). Así aprendimos a ser hombres. Pautas para facilitadores de talleres de masculinidad en América Central, Volumen 1. San José, Costa Rica: Oficina de Seguimiento y Asesoría de Proyectos OSA, S.C.
Romero Ramírez, M. C. (2021). Expresiones de la masculinidad hegemónica mexicana desde los memes de internet. Observatorio de Medios de Comunicación en materia de Perspectiva de Género y Derechos Humanos en Michoacán. https://michoacan.gob.mx/observamich/expresiones-de-la-masculinidad-hegemonica-mexicana-desde-los-memes-de-internet/
Sossa Rojas, A. (2015). Entrenar hasta que duela. Significaciones culturales asociadas al dolor y el cansancio en la ejercitación en gimnasios. Desacatos. Revista de Ciencias Sociales, (48), 140-155. https://www.scielo.org.mx/pdf/desacatos/n48/n48a10.pdf
Martínez Guirao, J. E., (2014). Construyendo los cuerpos “perfectos”. Implicaciones culturales del culto al cuerpo y la alimentación en la vigorexia. Universitas-XXI, Revista de Ciencias Sociales y Humanas, (21), 77-99. https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=476147261005