Alberto Ibarrola Oyón
Koldo se ha erigido en el símbolo de algo muy frecuente en la política, esto es, la inmersión de la mafia en los asuntos públicos en aras de conseguir un provecho material ilícito. La corrupción se ha convertido de nuevo en un presente permanente, constante, que nos recuerda a todas horas la inmoralidad de muchos de nuestros dirigentes políticos.
El problema viene de muy atrás y no debe sorprendernos porque forma parte de nuestra cultura como sociedad. Diariamente observamos que la admiración de gran parte de la gente se dirige hacia quienes son capaces de prosperar actuando sin escrúpulos y sin miramientos con las normas más elementales de la ética y la moral, conceptos que no están de moda en absoluto.
Que no hay que respetar los derechos convencionales de los demás se ha vuelto un lugar común, excepto para los que reclaman nuevos derechos relacionados con la pornografía, la sexualidad y el LGTBI+.
Nunca las personas, desde que se expandió el cristianismo hace más de dos mil años, habíamos sido seres tan primarios como en la actualidad, en que parece que lo único que cuenta es la satisfacción de nuestros deseos más básicos: placeres culinarios, honor mundano, sexo, drogas, sadismo, gimnasio, comodidades de todo tipo, lealtades basadas en el mero interés personal, etcétera.
En los dos últimos milenios, no se había producido nunca lo que ahora ocurre en cuanto a discutir los derechos de las personas que se quedan atrás, de quienes no pueden trabajar por algún impedimento, de los ancianos o de las personas con discapacidad, con independencia de la terminología que se emplee para denominarlas. La compasión no se lleva y la crueldad se valora como un derecho más. Se trata de lo que el papa Francisco ha mencionado como la cultura del descarte.
Si bien es verdad que nuestros legisladores sacan adelante leyes que en principio pretenden proteger a las personas vulnerables, la realidad social va por otro lado y la propia Administración Pública actúa de forma muy diferente a como los políticos expresan el significado de esas leyes.
Por ejemplo, se legisla sobre la autonomía de las personas con discapacidad y, sin embargo, se plantea el no dejarlas solas en ningún momento, en proporcionarles siempre a alguien, un funcionario se supone, que las proteja y las ampare, con el resultado de que ese cuidador tomará todas las decisiones y la autonomía personal de la persona con discapacidad será todavía menor que cuando convivía con su familia.
Y así está pasando con todas las leyes que supuestamente se aprueban para defender a estas personas: que solo consiguen que una burocracia arbitraria y rígida decida por individuos cuya libertad personal desde el punto de vista filosófico no se la concede el Estado, sino que forma parte de su naturaleza existencial.
Recordemos que el comunismo y los sistemas dictatoriales han sido derrotados una y otra vez por la democracia, aunque es verdad que desde algunos partidos se intenta negarlo y recuperar la estatalización de los derechos individuales; algo maléfico en sí mismo por negar esa verdad suprema del libre albedrío que Dios concedió al hombre desde la Creación.
En este contexto, no es extraño que vuelva a suceder otro episodio de corrupción, envuelto en bacanales, drogas, prostitución y todo tipo de tropelías, que aflorarán en la medida en que a los periodistas-jefes les interese, porque está claro que la objetividad de nuestros medios de comunicación de masas ni tan siquiera se plantea como objetivo; todos damos por hecho que intentan arrimar el ascua a su sardina, es decir, hacia su línea editorial. Este estado de cosas ha resultado del abandono del cristianismo como fundamento ético y moral de nuestra sociedad.
Y en medio de nuestros grandes negocios y corruptelas, la guerra vuelve a asomar el hocico en Europa y Occidente en su conjunto. Nuevamente, la historia da la impresión de constituir un proceso cíclico que ya viene señalado en la Biblia: cuando el hombre solamente se ocupa de lo mundano, de enriquecerse y de tomar todos los placeres que se le antojan, asoma el cataclismo, la debacle y el desastre. No podemos ni debemos olvidarnos de los derechos que Dios tiene sobre nosotros, criaturas suyas al fin y al cabo.