Escribir sobre la violencia es generar una invocación directa que se hace eco en la imaginación. El lenguaje ofrece un retrato de la barbarie para los que no somos víctimas directas. La herida se da dentro y fuera del discurso. En nosotros las noticias sangran, pues la marca de lo inhumano aún nos desgarra.
Como cuerpos que somos nos movemos más allá de la sangre, es decir, somos culturales y políticos, textuales y visuales, al mismo tiempo. En ese trazado, también somos las violencias sociales y simbólicas que se nos han impuesto desde antaño hasta la actualidad.
Así acontecemos como animales memorísticos. Nuestra condena es olvidar y recordar. En esa tensión de por sí violenta, se hace lugar la memoria, y es que no hacemos memoria, ella nos hace, es involuntaria. Un caballo, con los ojos vendados, desbocado por un despeñadero, son los recuerdos. En ese despeñarnos, ¿quiénes somos? El pasado que nos ha configurado como narración.
Cuando digo que la violencia heredada nos habita, es porque en el presente habita lo que fue. En cada latido de lo que somos resuena lo pasado. Ahora bien, cada país recuerda su historia de manera distinta, y Colombia no es la excepción. Las sociedades crean imágenes de sí mismas y, a través de ellas, le heredan una identidad, una cultura del recuerdo, a sus generaciones. ¿Qué es lo que debemos recordar? ¿Qué es lo que debemos olvidar?
Entre esas dos preguntas y la infinidad de respuestas que se podrían dar, está lo que el filósofo español Joan-Carles Mèlich valiéndose de la filósofa Judith Butler llama «la experiencia de la pérdida». Ésta nos permea y nos pone entre el drama y la muerte. Nos hace vivir en el luto y en el duelo constantes. Aquí, el otro aparece como el ausente que nos encara.
Las personas que han muerto violentamente en las últimas semanas, sin que lo queramos, y con el sólo hecho de saber de ellas a través de los noticieros, la radio o los periódicos, se implican en nuestras vidas y empezamos a existir abiertos a sus tragedias. Una geografía del dolor se retrata en nuestro yo.
Una noticia me impactó: el asesinato de la niña Jennifer Alexandra Ortega Gil y el ataque salvaje que, días después, le causó la muerte a su abuela Gabina Gaviria. Esta noticia nos lleva a experimentar la violencia que nos ve a los ojos, y la ausencia, el vacío, hacen mella, desgarran. Enunciar el hecho es recordarlo y el horror es imposible de evitar. ¿Cómo vivir con esa violencia que nos acecha?
La pregunta recupera la memoria. Del verdugo no heredamos su culpabilidad sino también su responsabilidad que es la carne y el hueso de la historia compartida de nuestro país.
Si bien la densidad de las pequeñas historias de la violencia nos abruma, es necesario retornar sobre ellas, sin importar que nos volvamos inhabitables por dentro, ya que las palabras serán la máquina que, como en Cien años de soledad José Arcadio Buendía decidió construir para repasar, cada mañana y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los acontecimientos de la vida, con el añadido de que podamos tener la posibilidad de encender un ramo de flores blancas por los que ya no están y por los que dejaremos de estar.