• 24 de Abril del 2024

La calle Donceles

Calle Donceles / Facebook/Helena Distéfano

 

Con el tiempo descubrí que la avenida guarda en su trayecto una larga historia, sitios emblemáticos y anécdotas que traspasan la temporalidad

 

Luis Martín Quiñones

Por su historia, su arquitectura y recuerdos personales, no dudo en afirmar que mi calle favorita es la de Donceles, en el Centro de la Ciudad de México. La conocí cuando tenía entre diez y once años. Muchos años después, al hacerme un transeúnte frecuente y obsesivo de sus rincones, me daría cuenta de la huella emotiva que me había dejado.

Con el tiempo descubrí que la avenida guarda en su trayecto una larga historia, sitios emblemáticos y anécdotas que traspasan la temporalidad. Y cómo una puerta al pasado, se cruza el umbral tan sólo andando unos pasos.

Pensaría que es una calle discreta, si la comparamos con sus vecinas Cinco de Mayo y Madero, pero que no pasa desapercibida a los ojos y al escrutinio del explorador citadino y al flaneur en busca de libertades sin rumbo. No obstante, sin tanta resonancia como sus vecinas calles que también tienen salida al Zócalo y Eje Central, en ella vislumbro ecos de personajes que han dejado, en tinta indeleble, gloria y memoria de su singular paso por el tiempo.

Pienso que es una calle esquiva al encontrarse en el borde del cuadro principal. Su trazado al norte del Centro va de poniente a oriente a partir de la calle Eje Central y cruza las calles de Allende, República de Chile, Palma y República de Brasil. Y termina su trayecto cuando cambia su nombre a Justo Sierra.

Sus respectivas aceras me colman la vista con sus edificios que hablan por sí solos; y no agotan mi asombro por su arquitectura que manifiestan la nobleza y manufactura de los artesanos, que palmo a palmo labraron la inspiración de sus creadores.

Pienso que en ella se respira, como dice Monsiváis, el aire contaminado de la Historia. En su agitados trayectos cotidianos, me he sumergido a explorar sus construcciones que guardan historias unívocas de un México con un pasado que no se extingue. Ahí, se asoman con altivez edificios que guardan los polvos del tiempo. Tales como el Palacio Legislativo y el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris que son símbolos de la arquitectura neoclásica de los albores del siglo XX.

No importa cuantas ocasiones la haya transitado, siempre es bueno comenzar de nuevo. Al principio de su recorrido me sorprenden sitios como el Teatro Fru-fru, el Hospital del Divino Salvador, el Palacio de las Cortes Heras y Soto y más adelante, una evocación religiosa surge cuando me encuentro con el Antiguo Colegio de Cristo (ahora Museo de la Caricatura); y después del sobresalto cristiano pienso en la sabiduría que emanaba, en sus mejores tiempos, el Templo de la Enseñanza. Más adelante siempre concluyo mi periplo con una visita al Colegio Nacional que se contrapone al gran edificio colonial del Marqués del Apartado.

También deambulan personajes que se hallan en el imaginario colectivo. Es en el número 815 donde Felipe Montero encontrará a una esquiva Aura y su extraña e incorpórea presencia. Cómo nos dice Fuentes, “te sorprenderá imaginar que alguien vive en la calle de Donceles. Siempre has creído que en el viejo centro de la ciudad no vive nadie”. Cómo Felipe Montero, me adentro en los resquicios callejeros y en los viejos palacios coloniales. Me asomo a los misterios y los mitos urbanos, recintos de la prolífica creatividad popular.

Cómo Ramón López Velarde, refiriéndose a otra calle del Centro, le soy adicto. Y es inevitable el guiño que me hace la nostalgia, esa nostalgia que no es otra cosa que el sentimiento de ver a lo lejos aquello que nos alegró la vida. Y, acompañada de la imaginación, induce a evocar ese pasado borroso pero deslumbrante donde se colman los ecos de vidas añejas y tiempos viejos. Sucede que, cuando la magia de un lugar se enlaza con los recuerdos íntimos, cobra una magnitud personal que libra cualquier frontera de la existencia. Y así sucede cuando evoco aquellas visitas al despacho de mi padre que se ubicaba en Donceles 74.

El tranvía era el comienzo de la aventura. Sus ruedas metálicas deslizándose en los rieles, anunciaban en su traqueteo constante la llegada al Centro. En los primeros viajes no sabía, como dice Manuel Gutiérrez Nájera que el “vagón (tranvía) me llevaría a mundos desconocidos”. De la estación Indianilla partía el vagón por un camino que parecía interminable. Con el tiempo y los viajes recurrentes el mundo desconocido dejó de serlo: sabía que al final llegaría al despacho de Donceles 74. Y cómo Felipe Montero caminé, pero no encontré a ninguna Aura, sino a un piano, de suaves teclas y sus escalas musicales.

Las librerías de viejo son un atractivo para adictos y compradores compulsivos, y más cuando se trata de aglomerar volúmenes en una biblioteca. Los espacios, polvo y anaqueles como una vorágine de letras, atrapan al explorador ocasional y al buscador de tesoros literarios. Y la calle de Donceles aglomera un sinnúmero de librerías, símbolo indudable de su riqueza cultural. Ahora sin tranvías ni las lecciones de piano, acudo con regularidad a Donceles 64 donde la librería el Laberinto resguarda títulos insospechados. Estando ahí, a unos pasos del número 74 pienso que las coincidencias geográficas son un extraño y misterioso juego del destino.

Recordando otra vez a Velarde: no hay hora que la avenida no conozca mi pisada. No se agota el ánimo ni la curiosidad por descubrir nuevas historias, personajes, rincones. Es la calle de Donceles manantial cultural, puerta al pasado, clepsidra que guarda las eternidades y que acompaña a los corazones solitarios que recogen sus pasos en una anábasis interminable.

Al partir, no dejo de pensar en los tranvías, en su crujir metálico; en el murmullo de multitudes y el ajetreo de los automóviles que alegran con su cacofonía urbana. No abandono el asombro y me sorprenden sus edificios con sus muros de siglos, su calle estrecha y sus largos recuerdos. Con la mirada del que ve por primera vez algo bello, me alejo, suspiro y pienso en el siguiente encuentro.