• 21 de Noviembre del 2024
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El ombligo del mundo

Mountains / felix_merler/Pixabay

 

En ese fragmento de tejido el hombre concentra su esencia, su alcurnia y, algunas veces, una miseria que es inútil no aceptar

  

Luis Martín Quiñones

Podríamos reprocharle al destino nuestro origen y, sin embargo, es algo que tenemos que aceptar como irremediable. La duda existencial quedará sin respuesta, sólo el silencio acompañará nuestra interrogante.

El antepasado está formado en parte por un tiempo imaginado, por cierto mito que le da fuerza a nuestra existencia. Aunque la fantasía puede crear todo un mundo de la creación humana, lo cierto es que es más simple que el hombre recuerde dónde dejó el ombligo. En ese fragmento de tejido el

hombre concentra su esencia, su alcurnia y, algunas veces, una miseria que es inútil no aceptar. El hombre que se encumbra en altas esferas económicas, sociales, sufre la amnesia de dónde proviene.

La primera condición para hablar de nuestros orígenes es el olvido propio y el reconocer que dependemos de otros para narrar nuestros pasos. La primer página de nuestra existencia la escriben nuestros narradores, testigos de aquellos pasos iniciales. En ella están descritas las sonrisas, caprichos y las anécdotas que algún día tomaremos prestadas de la memoria de los otros. Es en esa memoria rescatada que fabricamos, con imaginación, ese tiempo lejano.

Más tarde, con el lenguaje, tenemos la capacidad de evocar recuerdos, personas, voces. Y le damos sentido a nuestro origen. Nuestro comienzo tiene el esbozo de una pintura.  Atisbamos horizontes, rostros desdibujados, bullicios y acontecimientos inexplicables. Y de manera inexorable, meditamos qué y cómo fuimos, y lo más importante: de dónde venimos.

El omphalos era la piedra que Cronos se había tragado pensando que era Zeus. Después de haber devorado a sus otros hijos, fue engañado por Rea para salvar al niño Zeus. Hesíodo nos cuenta que un tiempo después, Cronos arrojaría al mundo la piedra y a sus otros hijos. Así, esa piedra quedaría en Delfos como símbolo del origen, el ombligo del universo y su comienzo.  

Cómo Zeus, el hombre tiene su centro, su raíz, ese sentido que le da valor a su existencia. Inocentemente cree en ese pedazo de tejido abandonado o resguardado en algún lugar sagrado al que con nostalgia evoca, o simplemente imagina.

Muchos se enorgullecen, otros repudian su origen. Sin embargo la raíz, aunque se seque, conserva su esencia. En aras de la grandeza que encumbra al hombre, suele crear una fábula su comienzo por el universo. Tal vez imagine que los astros se sincronizaron en el día de su nacimiento dotándolo de capacidades especiales; y alguien habrá, que le duelan sus orígenes.

El punto geográfico le da al hombre un sentido de pertenencia, una pequeña nación que lo une a otros tantos que comparten su tierra fundacional. Por eso Arendt dice que la natalidad es parte de la condición más general de la existencia humana. En ese sentido el hombre puede adquirir nuevas nacionalidades, nuevos horizontes, convencidos de cierto renacer, un nuevo ónfalo del cual se siente orgulloso. Pero el ombligo original no negocia con la memoria: es un tatuaje de tinta indeleble.

El ónfalo persigue al hombre, lo asedia para que vuelva al origen, a aquel instante creador en el que ve la luz. Sin embargo, el origen es inaccesible al control humano: simplemente se nace. La realidad es ajena, sólo nos recibe y nos arroja al mundo. Existir es mucho, vivir es grandioso, llegar a ser, divino.

Así va el hombre forjando su destino; tal vez alguno olvide su origen; otro quizás, agradezca a los dioses la simple fortuna de haber nacido; y habrá quien reniegue de sus humildes trapos que envolvieron su primera desnudez.

El nacer es inocencia, el origen es el azar de la existencia. Nacer, dice Arendt, hace a cada individuo único y a su vez distinto dentro de la realización de la condición humana de la pluralidad; es ser distinto entre iguales, concluye. El origen es los que une a unos hombres con otros, aun distintos, con semejanzas que enlaza sus espíritus.

El hombre regresa con insistencia a repasar su génesis, a su nacimiento, para unir los cabos del tiempo, donde los extremos y la vida se alcanzan. Pero con cierta frecuencia algunos olvidan re-conocer ese camino. Como ejercicio de humildad, el hombre vuelve a la tierra fértil, rescata su origen, respira aquel viento que acarició su inocencia, toma un puñado del tiempo y un manojo de la esencia que lo rescata de su orgullo.