Luis Martín Quiñones
Momentos de la historia han sido marcados por frases más o menos inoportunas. Falsos juramentos, promesas incumplidas, indiscreciones, han tenido, en algunos casos, no tan buenos desenlaces. Revelar secretos, ambiciones y tomarse falsas atribuciones, le han complicado la vida a más de uno. Los silencios oportunos suelen ser mejores aliados que las palabras demás. Callar algunas veces, tiene sus ventajas.
La princesa de Ursinos, Marie Anne de la Trémoille tuvo a bien opinar sobre las prendas que vestía la reina Isabel de Farnesio, esposa del rey Felipe V de España. La reina no tardó en solicitar a la guardia del rey que la condujeran fuera de sus reinos. Sin duda alguna a la Ursinos le sobraron las palabras.
María Estuardo, reina de los escoceses, siempre alzó la voz para reclamar el trono de Inglaterra. Si bien estaba en la línea sucesora indirecta, antes que ella estaban María Tudor e Isabel I. Nieta de la hermana de Enrique VIII, no tenía empacho en declararse legítima heredera. Sin embargo, su desmedida pasión entreabrió sus pensamientos para acabar sin cabeza un 8 de febrero de 1587. Las voces adictas a los chismes llevaron a la reina Isabel la información de una posible rebelión para derrocarla, y a la larga la cabeza de María cayó frente a sus verdugos.
De la abundancia del corazón habla la boca, afirma Lucas en su evangelio. Pero a veces ese corazón se desboca, diciendo lo que tal vez deberíamos callar. Callar, a veces, es la mejor forma de mostrar nuestro fértil razonamiento. La Biblia es una fuente de sabiduría respecto a los excesos del habla, y que nos previene para salvaguardar la existencia. Por eso con agudeza dice que “el que refrena su lengua protege su vida, pero el ligero de labios provoca su ruina”.
El presidente José López Portillo en un discurso memorable, con su voz de orador implacable nos juró que defendería el peso “como un perro”. Ligero de labios dejó esa frase para la historia y un amargo recuerdo de un peso devaluado y una abundancia que se esfumó de las manos. El territorio del lenguaje puede ser un piso resbaladizo en el que se puede caer estrepitosamente. A veces, la prudencia evita fuertes tropezones.
Las promesas incumplidas también son una buena fuente de autoengaño. En nuestro diálogo interior fabricamos quimeras, buenas intenciones, arrepentimientos. Nos decimos palabras, juramentos que acaban en el cesto del olvido y en terribles frustraciones.
La sabiduría popular es pródiga en recordarnos lo cautelosos que debemos ser con las palabras. A boca cerrada no entran moscas y por la boca muere el pez. Sin embargo, como simples mortales, nos olvidamos de la Metis, la diosa griega de la prudencia que nos pide mesura y discreción.
Vicente Fox también tuvo su turno por su lacónica frase de “comes y te vas”. En un lenguaje franco, con sólo cuatro palabras fue contundente para expresar a través de una descortesía, lo que era políticamente correcto. Fidel era un visitante incómodo y se le echó con una diplomacia poco ortodoxa. La venganza cubana tuvo su turno cuando la conversación telefónica se expuso a consideración del público.
Sin duda alguna valdría la pena meditar un momento antes de hablar, sin embargo, el impulso gana al pensamiento y cuando nos damos cuenta, ya dijimos un par de tonterías o prometimos las estrellas. Porque como dice Unamuno, el hablar ahorra el pensamiento. Y como dijera mi madre: ofrecer no empobrece, el dar es lo que aniquila.