• 02 de Mayo del 2024

Trenes, aviones y un pueblo en la montaña

Fantasy / KELLEPICS/Pixabay

 

La aventura iniciaba en la estación Buenavista, sitio que se convirtió en el comienzo de muchas aventuras fantásticas

 

Luis Martín Quiñones


“La avioneta
Cessna volaba a tres mil metros de altura y el poblado a la vista parecía incrustado en una roca gigantesca, en una montaña donde nos esperaba el Cristo milagroso que nos bendeciría sin condiciones”.

Regresar a la tierra que alimentó mis primeros años era la ilusión infantil que creaba un mundo fantástico; un retorno a esa felicidad que no comprendemos, pero nos hace tan dichosos.

La aventura iniciaba en la estación Buenavista, sitio que se convirtió en el comienzo de muchas aventuras fantásticas. La memoria es esquiva y sólo recuerdo que tendría menos de seis años. Eso me permitía ciertos privilegios: no preocuparme de qué comer, cómo dormir, y en qué entretenerme. Mi voz se remonta a aquellos años donde rescata momentos escondidos, arrinconados en el aún corazón infantil.

“La nave surcaba el cielo y pequeñas nubes graciosas y juguetonas nos envolvían por momentos, y otras más discretas sólo pasaban a los lados como huyendo del motor que nos impulsaba por los aires. El sonido cercano de motor de la Cessna no era impedimento para la conversación”.

“Escuchaba a mi tío Luis Gómez dar pequeños gritos, alguna que otra carcajada de vez en cuando mientras intercambiaba palabras con mis padres. Yo observaba cómo conducía la avioneta, como si la elevara con un simple giro de sus manos. No me intimidaba cruzar el cielo, sabía que el piloto era el mejor del mundo y eso me bastaba para ir al fondo en un reducto de la avioneta y crear un universo de sueños y fantasías que sólo mi infantil mirada podía inventar”.

Buenavista y sus rieles infinitos no podían ser sino el presagio de muchas anécdotas. El sonido de la locomotora era imponente, llevaba tras de sí los vagones vacíos de historias para poder inventar las nuestras. Los minutos se nos hacían horas y, el entusiasmo de abordar aquel tren que nos trasladaba a la fantasía, era el delirio.

Sabíamos que vendrían los paisajes y una existencia no cotidiana que exaltaría nuestro espíritu. Ver los caseríos a la salida de la ciudad, la gente que miraba aún con asombro los vagones, las luces que a lo lejos se perdían, pero aparecían otras hasta que se hacían menos frecuentes, nos hacían pensar cada vez menos en nuestra pequeña guarida familiar que abandonábamos con alegría y con tristeza. Y es que subir en primera clase a esos maravillosos trenes, disfrutar las horas que tal vez eran muchas, ver los fuegos que se encendían en las alturas de los árboles, se convertía en un inexplicable sueño.

El primer tramo del viaje nos permitió llegar a Veracruz, para tomar un taxi que nos llevara a Coatzacoalcos, a la ciudad del petróleo. Aunque divertidos, y no obstante dejar las vías mágicas, sabíamos que venía algo muy emocionante: surcar el cielo.

El campo aéreo era como un campo fantasma, el viento acariciaba nuestros rostros y por momentos quería, en su arrebato, intimidarnos.

“¿Ya va a llegar mi Tío Luis, mamá? ¿Falta poco?”.

Un sonido lejano nos hizo brincar de alegría, la máquina que impulsaba la Cessna 185 llegó hasta nuestros oídos y muy pronto la silueta alada mostró sus pequeñas franjas amarillas y provocó brincos y sonrisas.

La espera había valido la pena, vimos cómo se enfiló el avión para tomar pista y después de unos segundos se estacionó brevemente para que mi tío nos saludara y de inmediato nos condujo para acomodarnos en nuestros lugares. Yo sabía cuál era el mío: la cola del avión. 

“La emoción del viaje aeronáutico se ensombrecía por un fuerte dolor de oídos. Sólo eran unos instantes, pero era el terror. El llanto de los niños seguro le preocupaba a la tripulación".

Después de una hora y media de vuelo, sabíamos que nos esperaba un sofocante calor y un húmedo Salto de Agua, que visto desde las alturas, presagiaba el pronto encuentro con abuelos, tíos y primos: una alegría infinita.

“¿Cómo podría describir mi emoción al ver a la familia agitar las manos, sus sonrisas y sus gritos no escuchados desde el cielo?”.

 Eran días donde el juego parecía lo único importante del mundo. Horas eternas de un regocijo infantil, aún inocente, donde ir al quiosco y tomar una soda de variados sabores y colores era suficiente para pasar el mejor momento.

Después de unos días el viaje debía continuar para ir a esa tierra ignota que nos esperaba arriba en una montaña, verde, espesa y que tenía guardado los secretos del Cristo Negro: el Señor de Tila.

“La nave encendió el motor, despegó y pude ver la vegetación oscura, por momentos impenetrable del pequeño Salto de Agua, su río que parecía no tener fin serpenteaba debajo de nosotros hasta que lo perdimos, pero que sabía nos esperaría fiel a nuestro regreso”.

Partimos del pueblo y de nuevo la Cessna extendió sus alas para conducirnos a ese misterioso y singular sitio de peregrinaciones donde los milagros eran, para los que ya lo habían vivido, motivo de agradecimiento; y para los que aún no, esperanza ante la adversidad.

A unos pocos minutos ahí estaba esa roca inmensa que nos esperaba con su gente, sus costumbres y sus calles repletas de seres que tenían la más grande esperanza en su Cristo redentor.

Asombro, alegría, emoción, tal vez fueron los primeros sentimientos que nos provocaron recorrer esas calles llenas de un pueblo que celebraba la llegada de los peregrinos. No faltó la foto familiar frente al templo, en esa iglesia a la que con devoción entrarían mis tíos y mis padres para bendecirnos con agua bendita para una imperecedera salud.

Recorrimos las calles de Tila. La fe se desbordaba por sus pequeños callejones. Antes de ver al Señor milagroso, un camino repleto de almas murmuraba las promesas, los sueños, que se mezclaban con los gritos de ofertas de suculentos platillos regionales y de vendedores de recuerdos.  

La anhelada visita al interior del templo nos permitió admirar al Cristo de ébano que, con sus brazos abiertos, callado, nos recordaba el dolor de la humanidad. También apreciamos los infinitos exvotos, muestras de agradecimientos de los más insospechados favores recibidos.

Después de inolvidables días, de la promesa cumplida, de la visita añorada a Tila, Chiapas, nos despedimos surcando el cielo dejando a lo lejos a la montaña, su Cristo, los milagros y nuestros recuerdos.

“La Cessna emprendió el vuelo, entre asombro y temor: el abismo. Terminaba la pista en un vacío donde tras los primeros cien metros del despegue ya volábamos a quizás trescientos o más metros de altura, un pozo profundo que provocó una extraña sensación en mi estómago. Y desde la falda del cerro vi como la iglesia se hacía cada vez más pequeña, mientras nos rodearon nubes espesas que fueron ocultando la montaña hasta perderla de vista”.

Salto de Agua nos esperaba para continuar nuestra aventura. La avioneta surcó el cielo y a los pocos minutos lo vi desde las alturas rodeado de espesura, de un verde follaje, con su tierra que atrapaba la luz del sol para recibirnos con su calor interminable. Y ahí, impasible, entre caseríos y sobre sus fieles vías, a la locomotora que nos conduciría   al retorno del hogar en la Ciudad de México.

“Aunque son más de cuarenta y cinco años desde aquel encuentro con el cielo, los trenes y el Cristo Negro, no dejo de sentir la vibración de la poderosa locomotora, el suave vuelo mágico, el calor de aquellas tierras, la fe de un pueblo, pero sobre todo abrazo los fragmentos entrañables: las sonrisas, la generosidad de mi tío y la espléndida familia que nos recibía con un sincero afecto”.