Las mañanas han perdido su frescura y un sol que no cesa en su intento de producir la vida, nos abrasa sin tregua dejándonos exangües.
Las altas temperaturas en el Valle de México no nos pasan desapercibidas. Las hojas secas, el suelo que agoniza por la falta de líquidos, árboles desahuciados por deshidratación crónica, son la imagen del desprecio de la naturaleza, y la frágil condición humana se derrite ante su embate implacable.
Pero, quizás, pocos perciben que el Cutzamala ya presenta signos de sequía. El principal afluente que nos alimenta del fluido vital se ha visto afectado en más de un 85 por ciento y espera, al igual que nosotros, las temporadas de lluvia con particular entusiasmo. Mientras tanto, la ciudad es un erial que desprende inmundicias polvorientas, vahos infernales y un calor que no es precisamente humano.
Al agobio cotidiano se le puede sumar un poco de grados Celsius; a los apretujones y riesgos de contagio en el Metro de la Ciudad de México, agregarle una pegajosa sensación entre las ropas; al trajinar diario en los automóviles, un pavimento que refleja calores insufribles. Es así como sobrevivimos al cándido pero desalentador clima.
Sin darle importancia a que se adquiere una nueva deuda con el recibo bimestral del agua, las flores y las plantas sobreviven gracias a la insistencia humana de mantener vivas las acequias.
El Valle de Anáhuac está irónicamente inundado de resequedad. Los cielos nublados sólo nos dan un entusiasmo lacónico, que en su brevedad, nos deja ansiosos del preciado líquido. A lo largo de la metrópoli son unas cuantas gotas las que de vez en cuando llegan y nos dan un pequeño aliento. El bochorno de las amenazas de lluvia sólo ha sofocado más nuestra evaporada esperanza.
Ya casi es mayo, y la promesa de la naturaleza tal vez sacie ya a nuestro páramo citadino. Esperamos que en un fallo de cálculo, lleguen antes, nos rebosen el ánimo, se embeban los jardines, y que la ciudad reseca, marchita, tenga un remanso de frescura.