• 21 de Noviembre del 2024
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Las penurias de una casa

Lost places / hansbenn/Pixabay

 

El viento con su cara de volcán separa los desperdicios que llegan hasta el techo, y una hojarasca juguetona que me rodea con sus susurros de lamentaciones

 

Esa noche, después de recorrer aquel camino de alfombra de hojarasca, me sumergí en un laberinto indescifrable, sólo recuerdo el fango frente a la puerta, un aire de muerto de tres días, y unos animales extraños. Su nombre… su nombre es lo de menos. Y comenzó el relato.

Hoy, como todos los días desde un tiempo sin horas, días, meses, abrí los ojos y una turbia luz, sigilosa, en una rendija del sepulcro infecto, blandió mi pupila derecha, la izquierda la cubría una nube pequeña que se había filtrado en el aire gelatinoso y hacía sombra. El olor a esos animales extraños que habitan la casa penetraba hasta los pensamientos.

 

Me fui desprendiendo de las raíces que abrevan de mis sueños frustrados; del destilado de mis horrores oníricos, y me abrazan hasta agotar el líquido del osario de mis lamentaciones. Lucho, asesino la hiedra que en el nocturno retorno, me espera con sus ojos hambrientos, con sus garras a saborear mi desdicha del día.

 

Al fin me levanto, y al poner los pies en el suelo, dos manos elásticas, sulfurosas y risueñas me toman del tobillo, de mi rodilla, hasta que el chamacuino, el insecto con cara de cerdo mastica la mucosidad adherida y me libera. Es horroroso, pero lo quiero, él es como yo, y digo “él” porque no me he atrevido a averiguar si es “ella”.

 

Su piel es transparente y veo el latir de su cerebro, no tiene corazón, no tiene sangre, sólo un cerebro alojado en su abdomen, debo pensar que si tiene un sólo órgano como el cerebro, debe ser muy inteligente. Su cara de cerdo me atemoriza, además tiene una sonrisa de triunfo, con unos ojos de araña lobo que hipnotizan, es pequeño, de cuarenta centímetros de largo, y sus patas son las de un hombre leproso, con llagas, con pus. Tiene unas alas de cucaracha que las hace chasquear y arrojan un líquido verdoso con olor a necrosis. Lo más agradable es su cola, como la de una gallina. 

 

El chamacuino me conduce por el dédalo de la inmundicia, por la chatarra de las pasiones dispersas en un suelo que, al paso, se hunde en el cochambre de los suspiros y desgarros del alma. Aunque le sobra comida echada a perder, me pide sus trapos viejos con caldo de excremento. Luego me da unos lengüetazos en mi boca. Pero me anima.

 

Las arañas con cara de gato me reciben con sus hilos musicales, un arpa de telaraña sobre la mesa entona armonías disonantes, una marcha fúnebre cercena mis adentros y ambienta el desayuno. El chamacuino me pide tortillas enmohecidas, las remoja en el brebaje de mis recuerdos para conocer mis pensamientos; veo en su abdomen transparente las penurias de una casa. 

 

Por fin abro la puerta y el viento con su cara de volcán separa los desperdicios que llegan hasta el techo, y una hojarasca juguetona que me rodea con sus susurros de lamentaciones, con sus afectos, con sus hojas agonizantes, me envuelve en un torbellino y me elevan hasta ver la luz del sol. Volteo y antes de que se cierre la puerta principal dos seres que ya no conozco me arrojan las inmundicias de sus bocas. Me libero, pero comienzo a extrañar al insecto-cerdo.

 

Sólo veo máscaras, ojos que buscan los de otros. Encuentro unos que transmiten pensamientos y se desatan las pasiones.  Ella también tiene su propio insecto, Gregorio, lo encontró en un libro cuando iba a morir y los salvó de la humanidad. Pasan las horas y veo máscaras, las máscaras de Jung con la sombra que los devora, sufriendo impasibles lo imposible.

 

Cae la noche, me alejo de la pasión apodíctica, insoslayable, espero el mañana. Desciende la noche, se alejan las máscaras, los rostros se vuelven realidad y retornan a sus hogares. Vuelvo a encontrarme con mis insectos, los líquidos verdosos. Le llevo a mi insecto con cara de puerco un pedazo de pan para que lo remoje en el caldo de excremento. Percibo la frustración, el escándalo, el temor. Oigo voces, la locura me sacude con un golpe y pienso que es un mal sueño. Duermo y la hiedra saborea mi desdicha.

El hombre terminó su relato, una familia amable y sonriente me acompañó mientras caminaba en un jardín de heliotropos y malvones. Se cerraron las puertas y unas manos se alzaron en cordial despedida. Ya no estaban ni el fango frente a la puerta, el aire de muerto de tres días, ni los animales extraños.

Esa noche escribí lo que acaban de leer. Antes de acostarme me miré al espejo, me lavé la cara y una araña que salía de mi boca me hizo unas caricias en mis labios con sus patas peludas; la tomé en mis manos, le miré sus ocho y extraños ojos y me la llevé a mi cama, no quería dormir solo.