• 21 de Noviembre del 2024
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Las lágrimas de Gloria

Mourning / KELLEPICS/Pixabay

 

Había subido cumbres y montañas, había dejado atrás su pueblo y habíamos cruzado el camino de las aventuras en los vagones del ferrocarril

 

El retorno al pasado es un viaje en el que reconstruimos el ayer, a veces con fragmentos imaginados que llenan los espacios vacíos de la memoria.

Así me sumerjo en el laberinto de la distancia para recordar las lágrimas de Gloria.

Jamás vi tanta agua escurrir por la fatalidad.

A los siete años no pensaba en la chica que ayudaría en el hogar, sino en lo novedoso de tener un integrante más en casa. Gloria había subido cumbres y montañas, había dejado atrás su pueblo y habíamos cruzado el camino de las aventuras en los vagones del ferrocarril.

Y con ella otro personaje más que algo extraño viajaba en primera clase: un pollo. Un pequeño animal que apenas mostraba un sedoso manto que intentaba ser un verdadero plumaje.

Así, tras kilómetros fantásticos con la compañía de Gloria y Cornelio llegamos a la capital, a México, como solíamos nombrarla.

Una vez que arribamos a casa, el departamento de Fray Servando Teresa de Mier del edificio 882 fue testigo de la entrañable compañía en que Gloria se había convertido para mí. A pesar de su juventud, la creía tan distante en el tiempo, ¡qué lejanos podrían ser sus dieciocho años!

Al menor descuido era ella la que me reprendía para que cuidara a Cornelio. “Sácalo de su casita, necesita caminar”. Y era entonces cuando Cornelio corría, y yo tras él. “Debes ser bueno con él, aliméntalo con migajas de pan y de afecto”. 

Así, los meses con sabores encantados y el desasosiego infantil, pasaron frente a mí creyendo en la felicidad imperecedera.

Gloria, sin duda, se había convertido en alguien importante. Su voz era mi conciencia, pero también una voz amiga.

Pero esa sonrisa se apagó un día. Sí, en aquel día insospechado, de esos que no deseas que nunca se aparezcan en tu camino. Gloria lavaba ropa en el fregadero. Mi madre fue la portadora de la noticia. El teléfono sonó, y, tras levantar la bocina: una expresión de tragedia.

Gloria dio unos pasos desde la cocina hacia la sala y ahí vi la mirada del mal momento.

Yo no sabía nada acerca de la muerte, o al menos era un territorio lejano de mis pensamientos. Cuando la imaginaba, era distante, anecdótica: la mejor muerte es la ajena. Así, cuando escuchaba las historias de aquel tío que murió en tal lugar y tal año; de la niña que pereció en un accidente; del muchacho atropellado en la esquina, eran penas lejanas, no mías.

Pero en aquel instante de lágrimas, la fatalidad había llegado.

No, pensé, no era posible que Gloria estuviera triste. Sus ojos se cubrieron con esas manos endurecidas por el trabajo. Y escuché un lamento que imaginé era la expresión del corazón herido. Y unas lágrimas imperturbables cayeron en cascada para liberar el dolor y humedecer el alma.

La imagen del lamento y la pena de Gloria fueron interrumpidas por la voz de mi madre que miró al piso con un grito de asombro, y dejó ver que el suelo se había inundado. Eran demasiadas lágrimas, mucho el dolor. Ahí, de pie, observé aquella muchacha que acababa de enterarse de la muerte de su padre.

Me quedé ahí, con un silencio perturbado; con el sollozo de la desgracia, con Cornelio en su encierro esperando sus migajas, y un piélago cristalino: las lágrimas de Gloria.