• 21 de Noviembre del 2024
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El Metro: subconsciente urbano

Metro Ciudad de México / @MetroCDMX

 

 El Metro es el sitio donde los olores son la comuna olfativa.  El ágora subterránea no sólo es sitio del argüende y arrimones

 

Luis Martín Quiñones

Así nos tocó, patrón. El Metro es y ha sido mi medio de transporte desde que lo inauguré en el año de 1969. Y digo que lo inauguré, porque me llevé un gran susto. Viajar en vagones nuevos, era hacerlo en primera clase. Ahora es como nuestro segundo hogar: ahí comemos, soñamos, y tenemos una que otra aventura”.

Un conglomerado de seres humanos e historias se dan lugar en el espacio subterráneo, en la ciudad donde la aventura underground sucede en un instante y el asombro es insaciable. Un sitio que nos lleva no sólo al trabajo, a casa, o traslada a cualquier parte de la Ciudad de México: nos conduce a la dimensión desconocida. Y en los pasillos reverberan las infinitas anécdotas: el primer paseo, el ligue, aquella muchacha que soñamos encontrar el día de mañana; los empujones y una oferta surrealista de productos, a precios también, surrealistas.

 “Pero déjeme que le platique, patrón. Era muy niño, 7 años, yo creo. Mi padre nos llevaba a Chapultepec y estábamos esperando el tren en la estación Moctezuma. La emoción me ganó y me subí de inmediato. Ir parados, qué importaba. Pero que mi padre cambia de opinión, ¡y zaz!, que cierran la puerta. Me quedé tieso y muy asustado, ¿a dónde iba a bajarme, me secuestrarían, no volvería a ver a mis padres? Pinche susto. Sólo recuerdo una risa, no sé de qué de mi papá, y una cara de horror en mi mamá”.

En un arrepentimiento se pierde la puntualidad, o peor aún, un hijo.  En su infinitud de vías, túneles, rutas, las aventuras colectivas se aglomeran en los pequeños resquicios de un vagón. El espacio es de quien lo trabaja, ya sea a empujones o con las miradas que lanzan petardos persuasivos. Si el límite roza con una posible conquista, no importan los espacios limítrofes.

Para acabarle de contar, le digo que un señor me tomó de la mano, alguien jaló la palanca de emergencia, y el señor buena onda me cargó y me sacó por una ventana. Como hijo pródigo fui recibido en los brazos de mi padre, ¡imagínese el júbilo familiar! Pero espéreme, crecí y siguió siendo mi transporte favorito. No olvido los apretones en Pino Suárez, no sabe patrón, la asfixia, qué chinga. Pero lo que nunca soporté fueron los olores, eso sí, soy muy humilde, pero eso de disipar el gas en un vagón, no se vale, no se vale...”.  

El Metro es el sitio donde los olores son la comuna olfativa.  El ágora subterránea no sólo es sitio del argüende y arrimones. Es donde la libertad y el anonimato esconde la mano del delito: los olores encubren su misterio, sabemos por dónde viene, pero no quién lo engendra. No falta el gesto de desaprobación, pero tampoco la indiferencia. Ahí cabemos todos, así nos tocó viajar, qué le vamos a hacer. Entre el calor, la estrechez, los malos olores y los ecos que reverberan las voces de los chismes, traspasamos el paisaje, el tapiz de multitudes. Y ante el cansancio, la esperanza es inmortal: se desocupará un lugar. 

“...y no sabe, le cuento. Un día iba con un primo especialista en eso de la flatulencia. Tenía fama. Ese primo era sospechoso de parasitosis crónica.  Regresábamos del pueblo y sentimos un reconocido olor. Y a mi madre al percibirlo, sólo se le ocurrió decir: ʻ¿fuiste tú, hijito?ʼ. Imagínese patrón, imagínese”.

Las miradas acusatorias no dejan duda del chivo expiatorio. Los culpables quedan incólumes. Además de cuidar nuestra integridad y pertenencias, también debemos cuidar nuestra reputación. Así es el Metro, el viaje salvaje, donde la responsabilidad queda en el anonimato de las multitudes. Es el túnel interminable que invita al reposo entre estaciones y donde los cabeceos desnucan nuestros sueños. Es la metrópoli soterrada que ha visto la muerte apretujada en la estación Viaducto; la existencia arrojada entre las vías; la corrupción de la Línea Doce; el silencio mortuorio entre Pino Suárez y Zócalo; y vírgenes esculpidas por el agua.

Pero le digo algo, patrón, escriba esto: la virgencita del Metro Hidalgo me está haciendo el milagro. Ya llevo cuatro meses y no me he infectado, aquí sigo, aunque ya no es como antes, eso de usar cubrebocas y tener que cuidarse de la saliva del vecino, como que no, hace falta el calor del prójimo, qué digo, de la prójima”

En el exilio subterráneo y temporal, viajan los sueños desnucados, los milagros e infortunios, cansancios y la contemplación de multitudes. Y el aire compartido, equitativo, que a veces acosa, no sólo nos mata de asfixia, también nos mata por contagio.