En una mañana cualquiera, abrimos los ojos, palpamos el aire, percibimos los olores cálidos, o tal vez el suave aliento de un invierno. Vemos unas nubes inquietas y podemos gozar con su gris y su olor a lluvia; o tal vez ir por el sendero de la melancolía.
Ante un hecho catastrófico el dolor parece inevitable, sin embargo, alguien prefiere verlo con frialdad y, al menos, posterga el sufrimiento. Pero, ¿qué sucede cuándo un factor externo altera nuestra percepción del mundo? Medicamentos, drogas, y hasta un simple café muy cargado alteran nuestros sentidos. Las endorfinas que se generan con una experiencia agradable, con algún encuentro amoroso, recibir un premio inesperado, convierten al mundo, aunque sea por un corto tiempo, en un edén imposible.
¿Pero qué pasa si una enfermedad nos desquicia nuestro sistema sensorial? ¿Si un ente se introduce en el corazón de nuestro complejo sistema nervioso? Tal es el caso del coronavirus que, para los que lo hemos padecido, sabemos muy bien que el olfato se perturba y se ausenta por un tiempo dejándonos huérfanos de olores. Y más aún, la náusea nos espera después de darnos cuenta que lo que sabía a naranja, ya no es ese sabor cítrico y refrescante. Grande y muy desagradable fue mi experiencia cuando descubrí que los líquidos me sabían a anís. Pero un anís que provocaba un asco jamás sentido. Muchas naranjas acabaron en el cesto de la basura.
Aunque el recuerdo de esa desagradable sensación debiera ser suficiente para no recordar la enfermedad, una alteración misteriosa, desconocida, que me sorprendió después de diez días de padecerla, me lleva a recordarla con cierta nostalgia, algo así como un Síndrome de Estocolmo coronaviral.
Todas las mañanas, aún enfermo, me asomaba al frío de aquellos días, veía la calle, los árboles, el tiempo pasar. No esperaba nada nuevo, los días transcurrían. Y el sabor extraño, los dolores de huesos, la debilidad reflejada en el espejo, eran el retrato cotidiano. Después de esos agotadores días, mi retina percibió lo inconcebible: los colores del cielo, las hojas, la fachada naranja, brillaban y causaban cierto placer oftálmico. Padecía de discromatopsia. La intensidad cromática rebasaba mi entendimiento. Un mes gocé esos colores vangoguianos hasta que paulatinamente me abandonaron. Un médico mostró su preocupación ya que tal vez el virus había afectado las meninges.
Ahora, con la melancolía del recuerdo por esos días, lo único que extraño del coronavirus, son esos colores vivos, la fosforescencia de las bugambilias; los reflejos del ciprés que arrojaba pequeños cristales a mis ojos; las fachadas alegres que sonreían cómplices de la mañana iluminada.
Quizás fue el coronavirus que maltrató mis meninges; quizás una conspiración cromática del paisaje; quizás, tan sólo fue la emoción de que había una segunda oportunidad.
No quisiera decirlo, pero cierta nostalgia es inevitable. Qué maravillosos días: ¡cómo extraño esos colores!