Paulina Lebbos vio la última luz en su vida después de ser ahorcada a manos de un incógnito asesino. A años de distancia de su muerte, la memoria se tiñe de un sabor acre debido a que el homicidio está por prescribir.
Y no me resisto a preguntar si un crimen de hace doscientos años puede hoy pensarse que no lo fue. Paulina Lebbos probablemente esbozó alguna sonrisa a sus padres o a algún amigo en la universidad de Tucumán, en su natal Argentina. A los 23 años quizás las sonrisas también son jóvenes y tienen esa frescura que da las ilusiones por la vida.
Quizás soñó aquel día con terminar pronto la carrera de Comunicaciones y vislumbrar un cercano y amable futuro. Pero todo se fue a un pozo oscuro el 26 de febrero del 2006.
Como Paulina Lebbos, muchas mujeres en América Latina son acosadas, engañadas, vejadas, explotadas y, con menor suerte, secuestradas y asesinadas.
Así, con esa tragedia entre las manos, escucho la historia de Estela, que a sus dieciocho años ya no cree en el amor. “El amor no existe”, me dice con una expresión entre la desilusión y el rencor, “es pura ilusión”. Juan Carlos era un hombre mayor en el que encontró algo más que un romance, lo era todo para ella.
Aun sabiendo que era casado, con una coraza que fabricó con sentimientos, fantasías, y silencios que escondían vidas en conflicto, se volcó sin tregua a la pasión. El tiempo se pausaba en infinitos momentos de promesas, proyectos de dudosos éxitos. La realidad, aun siendo absurda, le cegó el inexorable hábito del calor por Juan Carlos. Un hombre de 45 años, casado, con tres hijos, pero que decía amarla, que algún día se iría a vivir con ella, que la vida con su mujer ya era imposible; un amante que se enconó en un rincón del corazón de Estela.
No existe el amor, insiste. Y pienso en sus palabras. “El amor tal vez es una inversión de emociones de muy dudosas ganancias, una entrega que se debe disfrutar sólo con el placer de un momento fugaz”.
Un romance sin descanso fue el que llevó a Estela romper con sus credos, librar los obstáculos sociales que podrían haber frustrado el futuro que imaginaba. “Qué más da el rechazo de mis padres, de amigos, del mundo entero; quería vivir con él, sembrar en un cielo fértil los recuerdos, sus ojos, para cosechar miradas encontradas, palabras, tiernos retoños”.
Estela salió un día de su casa, amó a Juan Carlos, y se incubó esa ilusión que prefiere no llamarla de otro modo; padeció hambre, abusos, y al final el abandono.
Un mal encuentro y una despedida le provocaron heridas de muerte en su cuello y en su frágil cuerpo; aunque despertó, era otra. Juan Carlos la despreció para siempre. Nunca vio el cielo sembrado ni las miradas encontradas: sólo un vacío y la soledad.
“Aborta, me dijo aquel día. No te quiero, ya no me sirves, te dije que te cuidaras. Es culpa tuya. Después sentí en mi abdomen los golpes del odio repentino, el amargo desengaño y la furia del que algún día dijo que me amaba.”
Los destinos de Paulina y Estela perdieron el horizonte de la ilusión y la felicidad. Paulina encontró sólo un túmulo y el páramo oscuro de la muerte; para Estela, una nueva definición trágica del amor.
“Abandoné mis recuerdos, mis nostalgias, mis mañanas azules, no coseché las miradas húmedas ni los gráciles pétalos de sol. Sólo pude imaginar un futuro, aprendí a esperar. Derroté al rencor, el odio, y dejé que el tiempo sanara mis heridas. Al fin tenía algo que sólo a mí me pertenecía, fueron nueve meses, y encontré una mirada que se unió a la mía para siempre”.