• 21 de Noviembre del 2024
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Gustos climáticos

 

 

Luis Martín Quiñones

 El invierno se asoma cada vez más y ya comenzamos a sentir sus efectos. Tanto en la Ciudad de México como en algunos estados del norte, las temperaturas están cerca de los cero grados o aún más bajas.  La temporada invernal parece que viene con todo. La naturaleza compensa de manera abrupta. Después de un verano que nos ahogó con su calor, ahora los grados Celsius se van para abajo. El cambio climático y el aumento general de la temperatura de la tierra ha alterado las estaciones y conducido a desastres ecológicos, y ahora nos toca buscar cobijo en un frío que aumenta con los días.

Para la gran mayoría, o para muchos este clima puede ser perturbador, incluso se sabe que la depresión toma a muchos por sorpresa y se incrementan los sentimientos de nostalgia, tristeza e intentos de suicidio. Sin duda el frío revive emociones, evoca los tiempos mejores, pero también las ausencias que sólo se reemplazan con la ilusión.

No obstante, para algunos el frío puede ser motivador y hasta hermoso. Recuerdo a mi mamá que gozaba gustosa las tardes de lluvia, las temperaturas bajas, la música gris del cielo.  Quizás a ella le deba la preferencia por este clima que ahora lo tomo como elemento ideal para mi naturaleza. Y no me cabe duda que mi afición por las bebidas calientes refuerza ese goce:  una taza de café o un chocolate hirviendo, sin dejar a un lado el tradicional ponche.

Pero no hay que desairar a los que sufren por el frío ni las tragedias que causa. Napoleón fue derrotado por el invierno ruso, y tal vez también por su imprudencia. Montaigne menciona a los romanos y los estragos que les causó el clima en una batalla contra los cartagineses. Cerca de Piacenza en la Segunda Guerra púnica, el frío los asoleó dejándolos inermes contra los de Cartago. Los romanos, dice Montaigne, atacaron “con la sangre helada y los miembros entumecidos por el frío”. El enemigo, Aníbal, “había hecho distribuir fuego por todo su campamento para calentar a los soldados, y repartir aceite entre las tropas para que, untándose con él, tuvieran los músculos más sueltos y desentumecidos”.

Regreso a los recuerdos maternos. Era muy frecuente ante la tempestad o los aires gélidos que mi madre dijera con una sonrisa de satisfacción: ¡Ah qué bonito día está haciendo! Palabras que se me quedaron para siempre y repito constantemente cuando me levanto a las 6 de la mañana y veo el clima en el celular.  Pero también me trae recuerdos como cuando me llevaba a la primaria con tres o tal vez cuatro capas de ropa: camiseta, camisa escolar, pechera, suéter de la primaria, y a veces, una chamarra.  El calor del impredecible clima de la Ciudad de México a la hora del recreo me hacía sentir dentro de un Toro de Falaris, tormento que sin duda me hizo amar más al frío que al calor.

Sin duda exponerse a situaciones extremas, si no nos mata nos fortalece, pregona el dicho. La sobrevivencia implica sufrir y la adaptación evolutiva es un ejemplo de ello. Los animales del frío desarrollan más grasa debajo de la piel o aumentan su pelaje; y los del calor,  estrategias contrarias, o muy extrañas como  la hormiga del desierto del Sahara que  soportan temperaturas hasta de 70° C y han perfeccionado una capa de pelos de sección triangular que les protege del sobrecalentamiento.

Adaptarse o morir, de eso se trata. Durante la pandemia de Covid, en enero del 2021 el virus se incubó en mi cuerpo cuando las mañanas llegaban a los dos grados. No obstante, entre el oxígeno y las alucinaciones, mantuve mis hábitos mañaneros: tomar algo caliente, sacar a mis perritos, sentir el frío. El boiler a veces no ejercía sus funciones y bañarse era impensable.  Bajo un impulso de pulcritud el arrebato de la higiene pudo más: me cayó el agua helada. Pensé que la neumonía me haría pedazos: sobreviví.

Definitivo: prefiero el invierno. De nuevo recurro a Montaigne que decía que la dureza del verano le resultaba más hostil que la del invierno, “pues  aparte de la incomodidad del calor, menos remediable que la del frío, y aparte del golpe que los rayos del sol asestan en la cabeza, cualquier luz resplandeciente daña mis ojos”.

Sigo con los recuerdos maternos, su gusto por la niebla, las nubes de plomo, las tardes de agua. Hace frío, pero tiene sus recompensas: es como las reconciliaciones: las brasas nunca sobran.